AMBER Alert
Allí donde yace el meollo del asunto, el noúmeno; donde realmente perteneces, donde realmente existirás…
Algunos se encuentran con un Aleph en el sótano de una casa en la calle Garay, otros con el espectro de un gato tuerto tras un muro, y hay quienes, como mis amigos más queridos y nostálgicos, persiguen el espectro de revoluciones fallidas, o quizás el recuerdo de los juegos de calle después de la escuela, el de una primera vez, el de una noche de cervezas y copas amontonándose en mesas diminutas. Pero yo debo conformarme con otro tipo de espectro, uno que no recorre a Europa, ni América, ni a África o Asia, sino aquel que está en todas nuestras casas, nuestras habitaciones, en la oficina, en la escuela, en el bus y el automóvil; un espectro que se encuentra en nuestras caminatas silenciosas, en la música que escuchamos y no escuchamos, en el amor y el engaño, en la opinión debida y la indebida.
Todo empezó con la notificación que recibí una tarde calurosa en la que el termostato táctil del aire acondicionado había dejado de funcionar y se había situado en 95 grados Fahrenheit sin posibilidad de cambiarlo hasta lograr configurarlo desde mi smartphone. La notificación que me llegó era de esas que suelen enviar cuando se extravía un niño o no dan con el paradero de un ser querido, un AMBER Alert en el que se describía el sujeto en cuestión:
Emergency Alert / Alerta de emergencia / Alerte D’urgence
Breached identity protocols. Disney World Police.
Suspect: in his 30s, 5 feet 7 inches, 171 lbs.
Short black hair, undisclosed skin color.
Vehicle: Electric Red Toyota RAV 2028
Last seen: Southbound on I-75
If observed call or text 9-1-1.
No le presté atención al mensaje que ya empezaba a replicarse en la pantalla central de la sala y a ser leído por la melodiosa voz de la Cortana en mi habitación. No obstante, no tardó en llegar la siguiente notificación con lo que parecía ser un vídeo del sujeto en cuestión en pleno acto de incumplimiento de los protocolos de identidad situados a lo largo de la ciudad. Para entonces había logrado sincronizar mi teléfono con el termostato del aire acondicionado y me alistaba para preparar el primer café del día. Quizás por nostálgico o por cuestiones de rutina prefería hacerlo con mi tetera para hervir el agua y una antigua prensa francesa con un diseño de ojos incrustados que me parecía muy peculiar y llevaba conmigo desde que fui a un mercado de pulgas en Bogotá y la compré junto con un libro de Gógol, donde aparecían las dos versiones de su cuento El retrato, que dejé a medias y otro de Salinger que de vez en cuando releo torpemente.
Salí como siempre lo hacía: audífonos con lo primero que sonara en mi lista de reproducción que el algoritmo seleccionaba a mi gusto y una botella de agua que siempre dejaba a medias. Allí estaba Carl, sentado en la banca de todos los días en la parada habitual, periódico en mano y extendido —quién sabe de dónde lo sacaba en esta época de pantallas y 5G— esperando un bus que nunca tomaba.
—You’re that guy everyone’s been talking about, ain’t you? You do look a little odd, but … —me dijo y volvió a su periódico antes de concluir— I’ve seen the video.
Me espantaron sus palabras y decidí desviarme por el parque solitario que siempre estaba lleno de zancudos e insectos de todo tipo frente a la parada del bus. «Show me the news», le pedí a mi smartphone a medida que seguía caminando. Lo primero que apareció fue un vídeo con un sujeto en primer plano, el espectro que quizás hasta ese día estaba destinado a encontrarme: se trataba de mí mismo.
Allí estaba yo siendo filmado con la cámara del teléfono de algún conciudadano mientras irrumpía en pleno desfile de Disney World; saltaba sobre una carroza en la que Mickey Mouse saludaba con un chullo peruano de alpaca en su cabeza y Minnie Mouse desfilaba con una corona vinók ucraniana que estaba de moda desde la última guerra hiperreal transmitida a través de streaming.
Con una espada de esas que solo se consiguen en los museos, una del siglo XVIII como la que empuñaba Bolívar —la misma que raptaron los del M19— me lanzaba sobre Mickey Mouse para atravesarlo de un sablazo y dejarlo caer de la carroza. Todo esto, para que, en cuestión de segundos, Mickey Mouse, o lo que aparentaba ser el ratón aquel, se iba como desinflando, como desintegrando en el aire para terminar en el suelo como una sopa espesa y burbujeante de la que estaba hecho su cuerpo de acero aleado semilíquido.
El horror de los espectadores fue tal que todos empezaron a correr despavoridos—
la cámara filmándome y apuntando al cielo y luego al suelo hasta que la grabación llegaba a su fin. Era evidente que la histeria manifestada en los gritos y movimientos de la multitud se daba principalmente entre los adultos horrorizados… no por la súbita muerte de Mickey, sino por la decepción ante la propia ausencia de un cuerpo humano detrás de la criatura, pues desde hacía un par de años no usaban humanos reales para disfrazarlos de Mickey Mouse—supuestamente por cuestiones de higiene y protección al medio ambiente, además porque resultaba más barato tener allí una máquina de acero aleado flexible que una persona de carne y hueso.
Ahora bien, había un elemento fuera de lugar a simple vista en toda esta narrativa que se había construido en torno a mí. Hacía una semana me encontraba en casa recuperándome de una gripe de esas que rondaban por esos días y ni siquiera me había acercado a Disney World, ubicado a varias horas de mi ciudad. Aparte de la vez que le maullé a Mickey para una foto cuando era niño y visité el parque de diversiones por primera vez, consiguiendo que me impidieran tomarme la foto, no guardaba ningún rencor contra este ratón que se adaptaba mejor que cualquiera a las crisis y las transformaciones políticas y económicas de cada década.
Todo esto produjo en mí el ímpetu de tomar el primer bus que pasara sin reparar en su rumbo, pero supuse que una vez deslizara la aplicación de pagar el bus por el sensor, sería reconocido y rastreado por las autoridades, lo cual no me daría tiempo suficiente para ingeniarme una explicación coherente ante lo sucedido. Entonces me di vuelta para emprender el camino de regreso a mi apartamento a toda prisa bajo el sol candente de la Florida Ya había andado un par de cuadras, cuando una camioneta blanca de vidrios polarizados se estacionó a mi lado. Preferí no oponer resistencia y sin que me lo exigieran, sin siquiera ver los rostros de las dos sombras allí adentro, ingresé a la parte de atrás, vacía, dividida por un vidrio polarizado que me impedía ver al conductor y a un pasajero de voz berrinchuda. Ambos hablaban entre sí de manera ininteligible.
Entradas un par de horas de camino en las que intenté buscarle una explicación coherente a mi predicamento, accedí a un código QR que colgaba del espaldar de la silla del frente. Me condujo a un mapa de Disney World proyectado en realidad aumentada. Lo observé y lo manipulé cuidadosamente por un rato, pero no hallé nada útil en esta maqueta virtual, aparte de haberme entretenido en el camino mientras analizaba las minucias de sus instalaciones en medio de mi predicamento. Decidí otra vez ver el vídeo que se reproducía en modo de loop repetitivo; y cada vez se hacía más evidente que había sido generado por uno de esos bots que manipulan imágenes y vídeos, quizás una versión sofisticada a la cual el público general no tenía acceso aún, un bot de esos que reproducen imágenes en movimiento a partir de sugerencias escogidas por el usuario. Bien sabía que por más que verdaderamente hubiese realizado el acto sin recordarlo, jamás habría conseguido una espada de esas y menos regresado a casa para luego olvidarlo. No obstante, al mirar detenidamente, no me veía nada mal en la imagen; al contrario, lucía más ágil y atractivo de lo que habitualmente me veía en el espejo.
Al llegar a lo que parecía ser una oscura bodega de esas donde guardan material de mantenimiento y escombros abandonados, me sentaron en una sala de espera con sillas acomodadas en forma de círculo y sin mesa. Por los pedazos de orejas de Mickey por allí, la nariz de Pluto por allá y paredes desmontadas del castillo, sabía que me encontraba al interior de algún recinto escenográfico en el corazón de Disney World. La ordalía —como creo que debería de llamarse— no duró mucho.
Ingresaron cinco o seis sujetos enormes por una puerta desde donde entraba una tenue luz. A medida que se acercaban los iba reconociendo: El Pato Donald, Minnie y Mickey en el centro con un traje oscuro y sobrio… más bien formal. A los demás, por cuestiones de iluminación, no los podía distinguir del todo.
Todos al unísono:
—Now you know what reality really is… Now you know what reality really is… —empezaron a repetir en coro, casi como hechiceros o alquimistas cibertrónicos.
Prosiguieron con su superchería, pero esta vez en español, todos al unísono:
—Ya sabes lo que la realidad realmente es… Ya sabes lo que la realidad realmente es.
Luego empezaron una charla casual entre ellos mismos y dijeron un par de cosas más sobre las atracciones del parque y la calidad de los pretzeles que había desmejorado desde la última pandemia. Todos pronunciaban las letras «c» y las «z» con ese sonido obstruyente, fricativo, interdental que utilizan los españoles, lo cual me pareció una distracción durante toda la charla, pues estaba acostumbrado a la versión doblada en español de México de las películas de Disney que había visto cuando niño.
Empezaron a hablarme uno a uno de manera más familiar (o quizás eran todos a la vez en una sola voz por turnos).
Mickey: ¿Cuánto cobras en tu trabajo, tío? Apenas para pagar la renta y vivir tu tediosa vida. ¿No es así?…Vida en la que sencillamente vas del trabajo a la parada del bus, te sirves tu insípido café en tu estúpida prensa francesa… Creyendo que sabes algo sobre esos trillados libros de escritores de todo el mundo que lees y que jamás llegarás a comprender del todo (ríe con su risa berrinchuda).
Dejaron de hablar un rato mientras empezaban a proyectarse imágenes de animales prehistóricos en la pared detrás de los personajes a medida que sonaba la Consagración de la primavera de Stravinski. Se trataba de la película Fantasía, vine a darme cuenta luego de un par de secuencias, y; en calma, dejé que el curso de las cosas siguiera su rumbo.
Pato Donald: Hay quienes pasan la vida entera buscándole significado a su vida (Las imágenes moviéndose en la pared del fondo), pero en tu caso acabas de volverte un ícono, un símbolo mediático, un slogan hipercomercial de una revolución en contra del sistema, pues (se ríe, jajaja) estuviste a punto de destruir la industria neoliberal con tu espada de Bolívar. Como era de esperarse, nuestros cálculos indican que gracias a esto nuestros productos y servicios empiezan a remontar y pronto superaremos las ganancias de la década anterior.
Minnie: Tienes dos opciones; te dejamos en tu tugurio, desde donde irás a la parada del bus de siempre donde algún día terminarás leyendo un periódico descontinuado, o, de lo contrario, permites que tu imagen perdure en la nube, la red, el metaverso, como quieras llamarlo… allí donde yace el meollo del asunto, el noúmeno, donde realmente perteneces, donde realmente existirás y permitirás que nuestra marca perdure… pues, ya entenderás, nunca bastarán nuestros programas de inclusión y diversidad que hace años hemos venido implementando con tanto rigor corporativo a través de nuestra marca e instalaciones.
Pluto (creo que era Pluto): La gente quiere un enemigo en común, una némesis, un chivo expiatorio al que se le pueda atribuir la causa de todos sus problemas, todos sus males, pero que tarde o temprano será redentor de sus penas y molestias. En ese sentido, todos conocerán tu nombre, todos te verán en historias y memes de los más sofisticados (Ladra tres veces).
Entonces se proyectó en la pared aquella parte siniestra de Fantasia en la que Mickey Mouse —sombrero de Merlín en medio de sus dos orejas y sumergido en un estado onírico— dirige a unas escobas a medida que el sótano o cloaca en la que se encuentra termina anegada cual castigo por haberse atrevido a jugar con las artes oscuras. Y así se cerró el telón, reinó la oscuridad.
Al abrir mis ojos me di vuelta en mi cama y encontré un boleto de entrada de cortesía a Disney World en mi mesa de noche. El café en la prensa francesa ya estaba frío y la pantalla de mi smartphone anunciaba una notificación.
—Read notification —le solicité de cortesmente a Cortana.
—The subject has been detained, the sword has been confiscated and will now be part of Disney World’s virtual reality experience —leyó con su cálida voz.
Me puse de pie y salí de mi apartamento olvidando —quizás de manera premeditada— mi smartphone. Habían dejado el periódico del día frente a mi puerta. No veía uno de estos frente a mi casa desde niño y me sentí muy a gusto por el detalle de la casualidad. Lo agarré y me dirigí, sin afán alguno, a la banca en la parada del bus que no pretendía tomar.
El autor
Juan Manuel Martínez
Magister en Estudios Avanzados de Literatura Española y Latinoamericana
Juan Manuel Martínez
Magister en Estudios Avanzados de Literatura Española y Latinoamericana