Caos, smoke y culturaVoz y verbo

Un nuevo fumador

Un nuevo fumador
Crhistian Macias*



——–Ribeyro se encontraba en la calle aún con la voz retumbante de su jefe que lo despedía a gritos del pequeño local ubicado en el centro comercial La Rosita. Ahí se quedaba esfumándose su empleo, era el cuarto que perdía en las últimas tres semanas. Sacó un cigarrillo de su paquete Pielroja (la única marca que fumaba desde hacía más de dieciocho años) y, con la avidez de un niño que se enfrenta en contienda contra quien le ha despojado de un juguete que antes había ignorado, se lo llevó a la boca, sacó un encendedor negro y lo encendió.

——–No lo había abandonado por completo la primera descarga de humo cuando volvió sobre una duda que se venía cociendo hace unos días a la temperatura que le proveían sus cigarrillos, ¿acaso existió alguien en la historia que hubiese sido despedido de todos sus empleos por la misma razón?, ¿y precisamente por fumar? Segundos después, esta idea le causó gracia e irremediablemente, a cada paso que daba y con cada calada que aspiraba, crecía en él una angustia que lo llevó a recorrer la carrera 15 con tal rapidez que solo tardó un par de cigarrillos en llegar al Parque Santander, sin poder recordar claramente cómo se había desviado hasta allí. Se inclinó por pensar que había doblado en la calle 36, como casi siempre. Otro pensamiento arraigó en él con una firmeza que le sería imposible ignorar. Era la primera vez que pensaba en dejar de fumar, no porque le preocupara que lo volvieran a despedir, pues ya estaba acostumbrado, sino porque lo atormentaba la posibilidad de que se hubiese arrepentido de fumar.

——–Se sentó en las escaleras de la catedral, sacó el último cigarrillo del paquete y mientras lo encendía quedó absorto en la distintiva imagen del indio, la cual estaba desfigurada por las arrugas del paquete. Esta fue la razón por la cual no quiso prestar atención a un policía, nada más que un bachiller, quien le recordaba que, según la última modificación del Código Nacional de Policía, estaba prohibido fumar allí.

——–Ribeyro omitía semejante minucia, ya que continuaba atormentándose por la idea de haber renegado fumar. Esta actitud hubiese encolerizado a cualquiera, con más razón a un policía, quien alzaba la voz cada vez más, pues pareciera que, cuanto más gritara al fumador, este más lo ignoraba (como si fuese posible ignorar en mayor o menor medida a una persona). Su rabia ascendió a tal punto que no tuvo otro remedio más que, de un golpe de la mano, tirarle el cigarrillo al piso y, una vez en el asfalto, pisarlo. No se trataba solo de apagarlo, más bien quería que su acción no pasara desapercibida por Ribeyro, quien tardó el tiempo que le hubiese tomado dar otra fumada, en jalar los pies del policía para hacerlo rodar por las escaleras e inmediatamente pisarle la cara como si de un cigarrillo se tratara, y esta vez, con una firme intención de apagarlo. Como era de esperarse, los refuerzos no tardaron en llegar. Pronto Ribeyro se vio bajo una lluvia de bolillazos, que para él no se detuvo hasta que perdió la conciencia.

——–Al día siguiente se encontró en un calabozo de la fiscalía, despertó por el abogado que le había sido designado. No era más que un estudiante de Derecho, finalizando carrera, el que se encontraba allí haciendo su judicatura. La conversación que sostenía con el judicante le parecía absurdamente infructuosa. Nada le interesaba los cargos bajo los que se le acusaba que, por lo demás, iban desde lesiones personales hasta alteración del orden público. Sin embargo, su abulia lo abandonó en cuanto el estudiante le sugirió que lo mejor era declararse culpable en pro de recibir beneficios de reducción de pena.

——–—Ridículo, eso sería lo mismo que pedir perdón por mi naturaleza, ¿alguna vez ha visto a un león lleno de remordimiento por la gacela que ha sido su presa?

——–—¿Está usted loco? Usted agredió injustificadamente a un oficial de policía que solo le pidió no fumar en un lugar donde no está permitido.

——–—¿Injustificadamente? ¿Le parece poco? Ese hijueputa no merecía menos. Me apagó un cigarrillo, mi cigarrillo. ¡¿Cómo se atreve?! No me importa si era el salón pediátrico de una fundación para asmáticos. Algo tenía que hacer con la vida que se me disipaba a través del humo, no tuve otra opción, tenía que descargarla. Detenerme es como pedirle a una estampida de toros que cambien su curso, en un acto de compasión, por el panal de hormigas que hay más adelante.


——–El apenas pretendido jurista se quedó atónito. No porque le pareciera una locura, por el contrario, pocas veces en su vida había escuchado a alguien hablar con tanta lucidez. Lo que siguió diciendo Ribeyro le fue totalmente ajeno. La excéntrica claridad de la justificación le fue suficiente para convencerse de que si alguien tenía la culpa aquí, era exclusivamente atribuible al policía. Cuando volvió en sí, lo único que escuchó decir a su interlocutor fue que el derecho es el mayor obstáculo al que ha tenido que enfrentarse la justicia, el único artificio venenoso bajo el cual los nobles se ven sometidos a los plebeyos. Pensó entonces, que todo lo que conocía acerca de la teoría de justicia era inútil, bajo, incluso ruin. Cuando se despidió de Ribeyro, este le preguntó si podía darle un cigarrillo, a lo que tuvo que negarse, pues nunca fue más que un fumador ocasional, quizá en alguna fiesta o en una ardua noche de estudio. Esto no le impidió marcharse con la promesa de que en un par de horas, cuando se encontraran en la audiencia de acusación, le entregaría un paquete entero de cigarrillos que escogería según las indicaciones de Ribeyro, quien en parte se quedó tranquilo, solo en parte, pues aún faltaba una hora y cincuenta y nueve minutos para poder tener un cigarrillo.


——–El juez que precedía la audiencia tenía un aire bonachón. El judicante, a pesar de su corta experiencia, había notado que estos son siempre los más arraigados en sus decisiones. Las emiten sin haberse tomado la molestia de leer el caso. Razón por la cual decidió, en primer lugar, entregar intacto el paquete de cigarrillos Pielroja a su defendido. Acto seguido, se encaminó al estrado y dirigiéndose al juez le dijo:


——–—Señoría, la ocasión me obliga a recurrir a una táctica, desde siempre rezagada por todos los juristas… voy a ser sincero con usted.

——–—¿Qué clase de burla es esta, abogado?

——–—Ninguna, su señoría. Es realmente imprescindible que usted ponga toda su atención y seriedad en lo que voy a decir. Es condición sine qua non que pongamos en discusión un principio constitucional, a la luz de una nueva teoría de la justicia, más sublime.


——–El juez, atraído por la persistente certeza con la que se vestía el defensor, aceptó y, acto seguido, se enmarcaron en una discusión acerca de la vigencia de un orden justo, consagrado en el artículo 2 de la Constitución Política. Esta los mantenía tan exentos de lo que sucedía a su alrededor, que fue necesario que un oficial de policía se acercara al juez para pedirle que ordenara al acusado apagar el cigarrillo, pues no había hecho caso a ninguna de las exigencias emitidas por el agente. Para cuando el juez levantó su cabeza, Ribeyro estaba pisando la colilla, así que le pareció innecesaria la advertencia.


——–El aspirante a abogado sostenía con toda firmeza que la vigencia de un orden justo no podía estar a merced de una consideración compasiva de las relaciones humanas. Relaciones que, en su esencia, no son más que una lucha por la imposición de una voluntad sobre la otra. De ser así, un orden justo sería el que favoreciera a las acciones realizadas con este fin, con el de imponerse activamente sobre otro. De lo contrario, la justicia y, en concreto, el derecho, se verían reducidos al favorecimiento misericordioso, cristiano (imposible en un Estado laico como el que se pretendía reconocer en Colombia) de los empobrecidos de espíritu, de aquellos que no se valen más que a través del otro.


——–Al juez no le quedó más opción que reconocer la agudeza de dicho análisis, pero replicó que en efecto de eso se trataba el derecho, de la priorización del desfavorecido (al menos en apariencia), del cual el poder legislativo se ha encargado de hacer de los tribunales el lugar en el que se condena la actividad. Los perros agresivos no tienen cabida en una sociedad de perros que caminan con la cola entre las patas.

——–—Nada que hacer muchacho, Napoleón ha muerto —dijo.


——–Minutos más tarde, Ribeyro se encontraba ofreciendo un cigarrillo a un nuevo fumador. Su abogado y él se encontraban recostados contra las divisiones de lata oxidada y desteñida que separan los corrales del Comando Norte de la Policía, en los que se encuentra más de un espíritu libre a la espera de un cupo para dormir en los pasillos de la cárcel Modelo. Por otra parte, el juez se encontraba en plena recuperación por los golpes que había recibido durante el juicio. Recostado en su camilla, se asemejaba a un perro a un costado de la carretera con la cola escondida. En la capilla del mismo hospital se encontraba su esposa, como era lógico, rezando.




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(Bogotá, Colombia)
Estudiante de Filosofía de la Universidad Industrial de Santander.
maciascrhistian@gmail.com

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