Murmuración espasmódicaVoz y verbo

Injusticia

Injusticia

Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina, 1966)

Autor argentino. Publicó: "Soltando la mano", La Verónica Cartonera. España, 2020; "Cita en rojo", 2020; "Visitas", 2019;

 

L La docena de hombres se refugió como pudo bajo los árboles destinados a morir por sus manos. La defensa era tardía, estaban empapados tras el viaje en la caja del camión de caja playa. Esperaron hasta que la camioneta se acercó, patinando sobre la tierra roja. Al hombre de ojos claros no lo preocupó agregarle ese barro pegajoso a las ropas mojadas de los trabajadores. Bajó la ventanilla del lado que no daba el viento y les habló.

—Señores, a lo nuestro. Nosotros somos trabajadores. Ese asunto del coronavirus y la pandemia, es cosa de los chinos y los porteños. Acá no nos va a pasar nada. Al trabajo, que estas hectáreas tienen que estar listas cuanto antes para que podamos sembrar. No tengan miedo, acá están cuidados y tenemos todo para cualquier emergencia.

La camioneta partió dejando una cortina espesa de lodo rojizo como firma. De la cabina del camión bajó el capataz y distribuyó las motosierras. Los mismos hombres viajarían con los troncos cortados cuando acabara la faena del día. El capataz regresó rápido a la cabina, estaba fresco para una región con cuarenta grados en esa época del año; y preveían más lluvias. Operó la radio —carecían de señal los teléfonos—.

—Jefe, ahí están, trabajando. Medio lento por el agua que cae, así que les paso de largo el almuerzo. Les doy de comer allá en el rancho, a la vuelta.

El hombre de la camioneta dio el okey. El llamado lo tomó ingresando a su casa; el guardia alzó la barrera y le dio paso. Junto al garaje estaban trabajando dos jornaleros, construían un cobertizo para guardar productos, si acaso esa dichosa cuarentena se extendía. El jefe se colocó en la galería y les dio instrucciones; fue luego a comprobar que hubieran traído los copiosos pedidos, no confiaba en la eficiencia de su esposa para manejar la cuestión.

En la selva, los hombres famélicos, temblorosos treparon como pudieron a la caja descubierta del camión. El capataz dio marcha. Recorrieron un subibaja de colinas, hasta que alcanzaron lo que llamaban el rancho. Una vivienda pequeña y, del otro lado de un sendero que hería la vegetación tupida, un galpón de chapas donde se recluían los trabajadores contratados para el desmonte. Por una chimenea improvisada salía humo. Los trabajadores se apearon y corrieron al galpón.

En el único espacio de piso de tierra, colchones delgados como hojas de tabaco se distribuían en un patético esfuerzo por eludir los charcos formados por las goteras. En un esquinero, el fogón; allí cocinaba un hombre pálido, abrigado de más para la estación. Exagerado, si se tenía en cuenta que estaba junto al fuego.

Los hombres se quitaron las ropas empapadas, se secaron como pudieron y se vistieron otra vez con lo que les quedaba. Anduvieron descalzos, no había más zapatos o zapatillas secas. Entre tanto, el capataz se acercó al cocinero. El hombre que removía la polenta en la olla, lo recibió con un ataque de tos.

—Le dije al patrón que estoy mal, me duele la garganta, tengo fiebre…

El capataz le tocó la frente.

—Ah, es nada un paracetamol y se te va.

—Eso dijo el jefe, pero tomé como seis y sigue…

—Lo que falta, que les des mal ejemplo a estos. Dale, serví y andate a dormir a tu casa, mañana vas a estar bien.

A medida que se vistieron, los hombres se acercaron al fuego, a ver si podían evaporar un poco del agua incorporada en catorce horas de faena. Tenían las escudillas en la mano, para no alejarse a buscarlas cuando estuviera la cena. El capataz les dio las buenas noches y fue a su casa, la esposa había preparado carne al horno con papas.

Una semana después la camioneta se detuvo ante la casa del capataz. La señora fue quien lo atendió, se la veía desmejorada. El hombre de ojos claros prefirió mantenerse dentro del vehículo. No llovía ya.

—¿Cómo es que hoy nadie trabaja?

—No se pueden levantar, señor, mi marido tampoco. Dicen que no pueden respirar, hay que llamar a un médico. Los hombres están todos en el piso, es horrible.

En el pueblo, esa mañana se celebraba el entierro del cocinero; neumonía fulminante, dijeron los médicos. Nada pudieron hacer, cuando les avisaron los facultativos ni siquiera entraron en la casa del enfermo; no había camas con respirador, nada podía salvar ya al moribundo.

—Flojos, todos flojos, ¿usted está tosiendo también?

—Sí, me pesqué la misma gripe, no sabe lo que me cuesta caminar. Yo no digo que vaya a traer un médico para esos negros, ¿pero no nos podría llevar a nosotros al pueblo? No usted, claro, pero mandar a alguien…

La temerosa mujer mantuvo la vista baja cuando hizo su pedido.

—Bueno, no será para tanto. Descansen un par de días, a la tarde vengo con medicamentos para que se curen. Y si siguen así, a ustedes los mando a buscar, a mi gente la cuido.

La mujer alzó otra vez la cabeza y sonrió, agradecida, el Señor había escuchado sus oraciones, el señor no los dejaría abandonados tras seis años de vigilar noche y día a esos cabecitas negras y conseguir que trabajen.

El hombre ni la miró; cerró rápido el vidrio y se alejó del obraje. Una vez en la oficina, se comunicó con su contacto.

—Martín, voy a necesitar una docena de hombres para la semana que viene. Y uno más ducho para capataz. Al cocinero me lo busco yo entre los que quedaron sin trabajo en la ciudad por la pelotudez de la cuarentena.

—¿Se te volvieron a casa?

—No, se agarraron el bicho ese. Así que voy a necesitar también la cuadrilla de la intendencia, vamos tener que hacer un pozo y quemarlos a todos. Total, por esos nadie pregunta. Y la pareja de la casa, podemos decir que se contagiaron de la neumonía del cocinero y se terminó el problema.

—Listo, te mando la cuadrilla cuando me digas. Entre tanto, te busco la gente. ¿Nos vamos a atrasar mucho con la siembra?

—Hasta ayer se la bancaron, así que hasta que palmen, cuatro días diría, perderemos casi una semana. Lo vamos a recuperar.

—Doble jornada y listo, como siempre. Abrazo.

Satisfecho a medias, el hombre fue por el almuerzo a casa. El guardia le informó que no había novedades pero al ingresar a la sala halló a su esposa, teléfono en mano, casi descompuesta. La mujer se apoyó en el hogar de piedra —adorno, no lo necesitaban con las temperaturas de la zona— y movió el teléfono sin poder hablar. El hombre se le acercó.

—No lo puedo creer, no sé qué vamos a hacer, Alberto, con la excusa de la fiebre esa nadie quiere trabajar.

—Decímelo, en este país prefieren morirse antes que trabajar.

—Cortaron las rutas, o los viajes no entendí bien…

El hombre sostuvo a su cónyuge, víctima de un acceso de llanto.

—Alberto, ¡nos quedamos sin champagne francés!, ¿cómo sobreviviremos?

Alberto sintió el golpe. Cerró los ojos y pensó en Fabreil, con su bodega desbordante de Dom Perignon. Pasarían vergüenza en la próxima cena sirviendo espumante nacional.

—Va a ser duro, pero lo vamos a superar, Mercedes.

La condujo al comedor bajo un manto de caricias. Mercedes se recobró un poco para exigir a la doméstica que sirviera el almuerzo. Alberto tomó asiento, desconsolado casi tanto como ella, pensando qué le había elegir Argentina existiendo tantos países en el planeta. Argentina, este maldito país, tan injusto con los emprendedores que lo hacían grande.

 

 

El autor

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Juan Pablo Goñi Capurro

Escritor y actor argentino

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