Neblina
Al despertar, tenía los pies fríos y la marea estaba casi tocándome los dedos; definitivamente, era un día opaco.
Desde lejos, veía luces amarillas distantes desplazándose. Supuse que eran vehículos cruzando, hasta que una niebla espesa se posó sobre mí y aquella luz me envolvió, ocupando cada espacio de mi cuerpo. Esa fue la noche en la que envejecí.
En ese efímero momento, el sonido de los sapos cantando al ritmo del oleaje que golpeaba en la orilla de la playa dispersaba mi mente. En paralelo, yacía tendida en una hamaca, descalza y cobijada, tomando tinto, esperando que anocheciera y que el frío fuera tanto que tuviera que entrar a dormir. No podía recordar cómo había terminado allí, pero poco a poco me empezaron a llegar fragmentos de un rostro amable, cálido, absolutamente liviano y que olía a vainilla con mermelada de uchuva. De repente, todo cobró sentido.
Llevaba mucho tiempo sin pensar en él, y en el día que le conocí, en aquel entonces, viajaba constantemente y huía de cada sitio en el que me extendían el calor más de una noche. Esa vida marchita se fue mezclando de a poquitos con sus hábitos y sus modos de expresarse hasta ser otra persona.
Me tiré de la hamaca sintiendo más pesado mi cuerpo y con dolor en la comisura de los labios. Mi piel estaba reseca y mis muslos estaban holgados. Al regresar a la cama y acurrucarme entre las sábanas, comprendí que, luego de la bruma, había olvidado por completo mi vida y que ahora solo tenía pedazos de una calidez extraña en el abdomen al rememorar sus manos rozando mi cabello y su voz haciéndome salivar de más. Mi semblante en el espejo se veía como el de una mujer vieja; en el recuerdo de sus ojos, por el contrario, veía el amplio cielo que yo reflejaba, en donde llovía estruendosamente a lo ancho y largo de mí. En ese preciso instante, mi respiración empezó a ser más rápida, involuntariamente silbaba, las paredes empezaron a estrecharse y silbaba, me faltó el aire por completo y caí rodando desde la colina de la playa.
Al despertar, tenía los pies fríos y la marea estaba casi tocándome los dedos; definitivamente, era un día opaco. Quise caminar buscando recolectar caracoles y, en cuestión de minutos, las luces amarillas me cegaban y daban paso al rostro fragmentado de un extraño que salía del humo de un automóvil. Aquel hombre sonreía mientras se acercaba para preguntarme cuánto tiempo llevaba fuera y si sabía dónde era nuestra casa. Su olor me rodeaba hasta la espalda; me tomó la mano para contarme que había mucha neblina, por lo que prefirió no conducir de noche y optó por hospedarse en el primer hotel que encontró mientras regresaba a mis brazos. Lo miré y me solté en llanto, diciéndole: «No sé quién eres, pero lamento que hasta ahora llegues a mí». Sus ojos también se encharcaron y me respondió: «En unos días, cuando por fin salga el sol, me recordarás toda tu vida».
La autora
Luisa Fernanda Cardona
Licenciada en filosofía
también sentí el golpe al caer de la hamaca.
Las luces amarillas titilaban distantes, preludio de una experiencia que desdibuja la línea entre la realidad y la ensoñación. La densa niebla envuelve la protagonista, marcando la noche de su envejecimiento. En medio de croares de sapos y el murmullo del oleaje, se yergue en una hamaca, fusionando su pasado nómada con el recuerdo de un amor que retorna de manera difusa. Bajo la bruma, su vida se desvanece, dejándola con retazos de afecto perdido. La imagen de su envejecido rostro contrasta con la promesa de un extraño emergiendo de la neblina, quien asegura que, con la luz del sol, recuperará la memoria de toda su existencia. Este relato evoca la melancolía y la confusión temporal presentes en la obra de Roberto Bolaño, sumergiendo al lector en un viaje emocional donde la realidad se mezcla con la nostalgia y la incertidumbre.