Silencio de la realidad inasibleVoz y verbo

Pigmentos de medianoche

Pigmentos de medianoche

Roberth Daniel Ortiz Urbina.*

      Las hojas secas caen en mis ojos, los llena de una fría escarcha púrpura y brillante. Al verme reflejado en las olas del muelle, recuerdo cómo era el firmamento en los desolados días de guerra y hambruna, puedo notar cómo caen algunas lágrimas, haciendo génesis de un delicado eco al unirse con el sollozante mar lleno de infinitos sonidos armónicos que se acobijan por una luna de concreto brillante. Ya se ve florecer la devastación que tuvo origen en la mano del hombre tras un intento más por erradicar su propia raza de este Edén mancillado, ya se ve la primavera prístina en ese mausoleo de cenizas.

      A lo lejos, una lluvia de polvo de estrellas marcha con paso firme, la brisa del océano me cuenta, entre dulces lágrimas, que la verdad se oculta en un denso matorral de sonrisas falsas, colmado de espinas y maleza, dice, que justo debajo de la dura tierra, está el cadáver corroído y mutilado de una promesa rota, de un amor olvidado, de esa herencia que se traspasa de generación en generación sin anhelar tan podrida riqueza.

       De regreso a casa el camino parece más largo en soledad, todo a mí alrededor permanece en un silencio casi hiriente. Cada sonido, cada murmullo, cada corriente de aire busca esconderse de mi vista, cómo si mi sola presencia fuese un peligro inminente y destructivo. Los esculturales árboles desnudos son revestidos por pequeñas luciérnagas cuan pedrería fina en un ajustado vestido de noche, mientras las nubes descubren poco a poco ese escote prominente por el que penetra la luz que la luna me regala, modelando formas de arcilla sombrías a mi frente y a mí diestra, más no a mi izquierda. Todo parece frívolo, lo único que mis oídos reconocen aparte del oleaje, son las ramas quebrarse con cada paso que doy intentando que el pánico no me vea y quiera hacerse conmigo al meterse bajo mi piel hueca, cuan rata en madriguera. Me detengo un simple instante, que parece tan eterno, observo el enorme farol gris en el cielo, descubierto por completo, haciendo suyos algunos colores que se le habían arrebatado, ese tono que me hace pensar en los amaneceres junto a las pirámides; el entorno se muestra ahora con un tono sepia lleno de destellos dorados similar a una fruta confitada.

      Ya en mi habitación, con las piernas cruzadas junto a la ventana, me doy cuenta del majestuoso paraíso a mi alrededor, los helechos en las paredes abren sus hojas para recibir la llovizna repentina que llenó de rocío las telas de araña tejidas minuciosamente durante todo el verano. Gota a gota se desliza cada lágrima del cielo por el cristal transparente que me mantiene a salvo de volverme parte del coro fúnebre y nómada que sacrifica su existencia para reverdecer el oro marrón de los terrenos baldíos. Entre tanto, soplos de viento veloz ponen en marcha los molinos del techo, en el tejado rebotan algunas castañas y piñas de pino, las agujas en las ramas seguro darán hogar a las aves viajeras mientras la tormenta encuentra sus ojos en la oscuridad del velo nocturno. Ya se anuncia el fin de las borrascas repentinas que salen de la nada mientras el cielo se tiñe brevemente una y otra vez por destellos plata, casi eléctricos, dando paso libre a un vigoroso y estridente trueno que llega desde las montañas y corta de tajo, con hoja de diamante, cualquier rastro de silencio residente en el abismal cielo, en la basta tierra o en el misterioso mar.

      Terminando esta clase magistral que acarició cada uno de mis sentidos, mis pupilas han llegado a su éxtasis total al unísono con los poros de mi piel que ya imitan el relieve de las cumbres rocosas que impiden al mar avanzar más. Me basta con posar mi cabeza en la almohada y en un simple parpadeo revivir todo lo ocurrido, con la velocidad que un ángel cae a la tierra. Mi cuerpo inunda de calor las sábanas y acuna cada fibra de mi ser, que arde con la intensidad de las lágrimas de un sol que oculta su miseria en la soledad de la noche. Este es el regalo que el tiempo me da día con día, esta es la razón para querer abrir los ojos cada mañana y el motivo para abandonar mi carne un breve instante, sólo para ser testigo de lo que se esconde detrás de lo que se ve.

 

 

 

 

 * Roberth Daniel Ortiz Urbina.
Colombiano, Tipacoque, Boyacá.

 

En definitiva soy alguien que nació para escribir, para expresarse y para crear en general. Apasionado por toda expresión de arte y en especial por la literatura, deseoso de mostrar al mundo lo hermoso que puede ser el espíritu humano cuando se le da la oportunidad de crecer. Ansioso por más que sólo lo que se conoce, con la meta de ser reconocido algún día cómo alguien que contribuyó en la cultura de la humanidad haciendo lo que ama, tratando de mejorar la vida y a los demás un día a la vez.

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