Agitación insolubleCatas y degustaciones

¿Y para qué pensar?

¿Y para qué pensar?

Diego Alfonso Landinez Guio (Bogotá 1987)

Una reflexión sobre la responsabilidad de los ciudadanos frente al destino de su país, en una época en la que el control social es más fuerte pero también lo es la resistencia y la irreverencia.

H Hay algo interesante en el ánimo de aquellos que nos dedicamos a la docencia, sobre todo en los momentos en que dicha labor es más una expectativa que una realidad. Por supuesto, es imposible generalizar, pero muchos sentimos cierto aguijón de romanticismo que nos hace pensar que es posible cambiar el mundo, que en la educación está el germen de la transformación social. Incluso para algunos, aquella frase kantiana de que hay que aprender a pensar por uno mismo para abandonar el estado de «minoría de edad» (del cual uno mismo es culpable), se convirtió en un horizonte vital, en un ideal para la acción.

¿Qué tanto nos hemos acercado a ese ideal, ya sea como individuos o como sociedad? ¿Y los profesores, esos espectros cotidianos del conocimiento, hemos siquiera dado un paso adelante en ese camino? ¿O nos dimos cuenta de que nuestras ilusiones de juventud no eran más que ensueños que iban quedando atrás con los años? Es posible, sin embargo, que esto no sea lo importante. Ya Foucault dijo que el problema no es tanto que hayamos llegado a ser una sociedad ilustrada, sino que la crítica se haya convertido en un punto de referencia para tener el atrevimiento, así sea esporádico, de enfrentarnos a las autoridades (morales, religiosas, políticas, científicas, entre otras) y pensar por nosotros mismos. Aunque fuera no más por esos instantes, la Ilustración tendría pleno sentido.

¿Pero a quién le importan hoy Kant o Foucault? ¿A quién le interesa tomarse esto en serio? El que se llenen cientos de páginas comentando lo que ellos, y muchos otros, dijeron, con miles de citas y referencias, con palabras técnicas y discusiones filológicas especializadas, no refleja para nada que tengan hoy algo importante que decir. Siempre podrá considerarse a cualquier autor, y a cualquier discurso, como una reliquia venerable por el hecho de ser un «clásico» y de hacer parte del acervo de la humanidad, más allá de lo cual no tiene ninguna utilidad, salvo la de ser manoseado por los académicos y sus criterios de investigación y publicación.

Aun así, los profesores seguimos trabajando, pese a que sepultemos día a día con nuestro hacer lo que de rebelde tenía nuestro pensar. Y no, docentes optimistas y aduladores del emprendimiento, su simpatía por el coaching y los discursos motivacionales no han arreglado nada, solo han maquillado con colores atrayentes las demandas del mercado educativo. ¡Buenos muchachos! Hacen posible la sonrisa de sus dueños y del jefe de recursos humanos, al ver que se pueden potenciar los índices de resultados con la «optimización» de los procesos de gestión. ¡Cómo disfrutan unos y otros al trazar sus diagramas de flujo y sus mapas de operaciones, mientras lamentan de dientes para afuera los daños colaterales que resultan del recorte de personal, salarios, recursos educativos (devenidos «pasivos», al fin y al cabo) y disposición para la discusión académica! A cambio, se ofrecen dos palabras para abrazar ese estado de feliz explotación: calidad y agradecimiento. La ley del silencio se impone sin tregua y sin contemplación.

Quizá exagero. También podría decirse que aquel enfrentamiento ante las autoridades del que hablaba Kant se ha vuelto corriente, que las personas hoy en día no son tan ingenuas. Hoy «ha despertado» mucha gente y ya no se cree en los gobiernos, ni en las religiones, ni en los cultos seculares a la verdad: hoy la gente es más ilustrada y no teme decir lo que piensa, aunque pueda herir la sensibilidad de muchos otros. Hoy el arma de los individuos es el humor negro, ese que no perdona ningún tipo de reverencia sensiblera. Hoy cada individuo con acceso a internet es un Nietzsche o un Marqués de Sade en potencia, capaz de destruir cualquier ídolo sagrado, en una proeza cuya valentía aumenta con el beneplácito de los seguidores (pues hay que darle al público lo que pide).

Me pregunto simplemente si las pinceladas de este cuadro son tan libres como parecen o si, por el contrario, hay algo prefabricado en ellas, si lo que en verdad reflejan no es autonomía sino otra cosa, algo más servil. En un mundo manejado con la manipulación de bases de datos y por la producción ininterrumpida de información, ella misma manipulable al instante, la «verdad» se sustenta en la aprobación masiva (en la cantidad de reacciones que alcance) y la «credibilidad» se afianza tautológicamente. Mientras creemos decir lo que pensamos, mientras nos ensañamos contra la persona que sea por razones que ni siquiera nos importan, cargamos con pesos cada vez más grandes. Es posible que esa libertad de expresión de la que nos ufanamos encubra la impotencia frente a las fuerzas que nos rigen y a las cuales somos sumisos. La burla iconoclasta frente a toda autoridad y sensibilidad puede no ser más que el último recurso de la desilusión: «¿no notáis en esa risa una pena disfrazada?», cantaba Gardel hace casi un siglo. El fondo del sarcasmo más cruel siempre será la hipersensibilidad y el resentimiento, su precio, la inacción.

Lo absurdo de la irreverencia es que ya nada es reverente, y su cinismo ya no es un antídoto contra los descaros del poder, pues sus figuras no temen reírse en la cara de los explotados, de las víctimas y los desposeídos. ¡Qué descaro el de los explotadores que exigen agradecimiento de quienes los enriquecen! ¡Qué descaro el de aquellos que terminan culpando a las víctimas por haber sido violadas! ¡Qué descaro el de quienes primero niegan las ejecuciones extrajudiciales y luego, con doble descaro, las aceptan pero culpan de ello a los pobres, por ser pobres! ¿Y qué decir de aquellos que legislan para sí mismos, sus familias y sus amigos? (Cada vez sabemos menos qué tan hijueputa se puede llegar a ser hoy en día…). La mueca siniestra de la intimidación es el único recurso de la intolerancia y la tolerancia misma se ha puesto su última máscara: la indolencia.

Lo cierto es que la libertad anda de la mano del despotismo y el autoritarismo, ya sea porque los derechos antaño conquistados, muy a pesar de los poderosos, están siempre en peligro de ser reducidos a pura «ideología», porque la fría demanda de productividad y la burocracia de los resultados amenazan en todo momento con los reportes de rendimiento, o simplemente porque siempre habrá alguien dispuesto a pasar por encima de los demás para defender con saña su «libertad» y su «verdad», sea lo que ellas sean. Por doquier, la mano de la corrupción y la explotación nos asfixia hasta el cinismo y la desesperación. En cualquier caso, el resultado parece ser el mismo: no hay nada que hacer.

¿Para qué pensar, entonces, si lo que hacemos es darnos cuenta cada vez más de lo deprimentes que son nuestras condiciones de existencia? ¿Para qué intentar ir en contra de la corriente de los tiempos, si sus olas nos devoran a cada paso? El salmón, en su obstinada marcha contra el río, termina devorado por los osos… Y la violencia no es una metáfora. Los niveles de crueldad alcanzan límites insospechados. El abuso cotidiano contras las niñas y los niños, contra las mujeres, los pobres y los débiles, contra los trabajadores y los estudiantes, contra los padres y las madres, el abuso perpetrado en contra de las personas por parte de otras personas, en ese remolino surreal en el que, muchas veces, víctimas y victimarios se confunden: ese abuso, que nos anuda la garganta, se hace cada día más insoportable.

Qué difícil es saber que el espectáculo debe continuar. Parece más fácil rendirnos a la resignación y a las viejas creencias de una justicia divina, para así ocultar nuestra propia incapacidad para reclamar una justicia real. Es más fácil cerrar los ojos y adormecernos, es más fácil no pensar y no sentir. Lo mejor para cada uno es encerrarnos en nuestro estrecho egoísmo, como en una balsa en la tempestad, mientras esperamos a que se aplaste el poco criterio que aún pueda quedarnos y convertimos en cómplices pasivos y silenciosos de todo aquello que alguna vez dijimos odiar. «Lo mejor de todo –anunciaba el sileno nietzscheano– es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto».

Nadie nos dijo que sería fácil, pero es más difícil observar la miseria del mundo en su verdad descarnada que solo saber que existe y que es terrible. La pregunta aquí es hasta qué punto nos sería posible soportar todo ello y qué podemos hacer con el pensamiento, si vale o no la pena re-pensarnos a nosotros mismos y a nuestra realidad.

La primera respuesta es la apatía, no hacer nada, dejar que las cosas sigan su rumbo. Pero esta opción no es del todo fácil, implica reconocernos como carne molida, como puros objetos utilizables y desechables. Por esta vía, llegaremos tarde o temprano a reconocernos como peces muertos que se pudren en un estanque maloliente. La fusta no lastima menos por el hecho de amarla. La segunda posibilidad es hacer algo, pero no es posible saber qué hacer sin el pensar. Y pensar, nos ha dicho Deleuze, es más complejo que el solo uso de las facultades, es un encuentro violento que sacude nuestras creencias más arraigadas.

Pensar es enfrentarnos a problemas que nos obligan a ver el mundo desde otros ángulos, no aferrarnos a la primera opinión cómoda que se nos ocurra o que creamos verdadera, implica ser capaces de tomar distancia de nosotros mismos, de fracturar nuestra subjetividad. Atrevernos a pensar es ver las cadenas que nos sujetan desde dentro, conjurar nuestros prejuicios y darnos cuenta de que no somos una unidad cerrada, sino que estamos siempre en diálogo y discusión, implícita y explícita, con otros, con la sociedad, con nuestra época y con la historia entera.

Pensar es lo contrario de la comodidad, es cuestionar lo incuestionable, es atreverse a contemplar lo impensable. Pensar es difícil, implica volver sobre la pregunta nietzscheana por la capacidad de cada uno para soportar una verdad terrible sin derrumbarse, implica ser capaz de dialogar con otras opiniones (aunque sean contrarias a las nuestras), con otras culturas e incluso con otras épocas, implica aceptar, en suma, que somos falibles. Por eso, pensar siempre es el límite difuso del fracaso, en tanto que no hay garantía de nada, salvo la de al menos, haber hecho algo, la de no habernos callado. La pregunta más apremiante sería, sin ningún tipo de esperanza previa: ¿tendremos la fortaleza suficiente para hacerlo? Y nosotros los profesores, ¿tendremos aún la capacidad para promover el pensamiento propio en nuestros estudiantes (y en nosotros mismos) o debemos reducirnos a la pura figura, ya desagradable e inútil, de funcionarios? Infortunadamente, ninguna de estas preguntas se puede responder a priori. Es necesario experimentar.

 

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Diego Alfonso Landinez Guio

Filósofo

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1 Comentario

  1. “La fusta no lastima menos por el hecho de amarla” Gran frase y resume buena parte del artículo.

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