Literatura y el malVoz y verbo

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(Texto completo)

Jorge Alejandro Llanos*

Todo comenzó con una nota de voz de Whats App de un número desconocido. Nunca antes había visto ese número, nunca antes le había llegado algún mensaje del mismo, mucho menos una nota de voz. Desconcertado la escuchó; la voz recitaba una especie de poesía. Era una voz de mujer, algo triste, como si se arrastrara desde el celular de aquella anónima presencia hasta su oreja. Desconfió, hizo inventario de las mujeres que conocía; amigas, conocidas, viejas amantes, tinieblas. No lograba encajar la voz con alguien en específico.

Trató de hacerse la idea de ese alguien mirando la foto de perfil, pero solo había una foto de una luna llena, de esas que colocan en las redes sociales cuando quieren hacerse ver interesantes y profundos. Movido, más por la curiosidad que por otra cosa, buscó las letras de la poesía que le habían enviado por internet. Resultaba que se llamaba “Flores de Uranio”, y era de un escritor caleño que al parecer se llamaba Armando Romero. No le sonaba el nombre. Caleño, mmmm, ¿conocía a alguien de Cali? No, nunca había estado en el Valle.

Espero un tiempo prudencial para responder. El contacto no tenía opciones para ver la última conexión, y tampoco, nunca, salía como conectado. Repitió esa nota de voz en su cabeza y en su celular muchas veces, buscando descifrar la voz, tratando de hallarle el parecido con alguien de su vida. Decidido, pasados tres días, respondió. Dijo: Hola, ¿Quién eres? El aviso de enviado no apareció y se ocupó en las cosas de la universidad, olvidando el asunto.

Por la noche, mientras se fumaba un cigarrillo y se tomaba un tinto, oyó vibrar el celular. Era ella, otra vez. No respondió nada, solo envió de nuevo una nota de voz. Curioso al extremo, esperando una respuesta sonora, puso a sonar el audio con su pulgar. Nada. Era solo otra lectura. No parecía poesía, «pues no rima mucho» pensó, y buscó el inicio del texto que la voz parecía pronunciar de memoria, en internet.

La tormenta que se anunciaba desde el día anterior se ha ido cargando durante la jornada: el aire se ha ido convirtiendo en un fluido pesado y pegajoso, nubes enormes han ido surgiendo durante la mañana hacia la región del oeste y, durante la siesta, como de un gigantesco y silencioso hervidero han ido cubriendo todo el cielo”.

Escucho esas líneas y paró la nota de voz. Al transcribirlas y buscarlas encontró que eran de un libro de Ernesto Sábato. No lo conocía. De un libro llamado Sobre Héroes y tumbas. Nunca lo había oído. Sin prestarle mayor importancia, le dio reproducir de nuevo a la nota para que terminara de contar lo que venía diciendo. La nota duraba 5 minutos, excesivo para una nota de voz de Whats App, pero en ningún momento Rafael perdió de vista, o más bien de oreja, el sonido de la voz de aquella mujer. No tenía forma de explicarlo, no sabía cómo asimilar aquello ni qué importancia tenía para él, o peor aún, que relación lo ataba a esa lectura.

Al terminar la nota se sentó y encendió otro cigarrillo. Era una maricada, lo sabía, pero de algún modo inevitable y profundo, le perturbaba. Decidió mandarle una nota de voz él, de pronto aquella persona se había confundido de contacto, esas cosas pasan, y al escuchar su voz quizá se diera cuenta de su error y dejará de enviarle notas. Apretó el botón del micrófono en el celular, dejó el cigarrillo en el cenicero, y dijo «Hola, ¿Quién eres, te conozco? Creo que estás equivocada de contacto, la verdad no recuerdo a nadie con tu voz, o con tu número». Soltó el botón de la pantalla táctil y sintió un alivió. De nuevo el Whats App le decía que el contacto no estaba en línea, que le llegaría el mensaje luego. Terminó de fumar su cigarrillo y escuchó esa nota, aquella noche, por lo menos dos veces más.

Al otro día, mientras iba en el bus hacia la universidad, volvió a poner en su celular la nota de voz. Aun no le había contestado, la ansiedad de la respuesta lo perturbaba de manera pacífica, incluso cómica. Eso sí, le inquietaba la última parte de la nota, el ultimo fragmento antes que se cortara la voz de forma violenta, como si a ella se le hubiera cansado el dedo por sostenerlo tanto tiempo sobre el celular para grabar la nota, arrojándolo hacia el suelo apenas había terminado.

¡Estás loca, Alejandra! ¡Estás completamente loca, estás endemoniada!

¡Me río del infierno, imbécil! ¡Me río del castigo eterno!

Me poseía una energía atroz y sentía a la vez una mezcla de fuerza cósmica, de odio y de indecible tristeza. Riéndome y llorando, abriendo los brazos, con esa teatralidad que tenemos cuando adolescentes, grité repetidas veces hacia arriba, desafiando a Dios para que me aniquilase con sus rayos, si existía.

La parte del dialogo no se podía decir que la leyera, sino que la gritaba. Y las ultimas oraciones, como si fuese una especie de perdón por exasperarse, las decía con la voz muy bajita, casi susurrando. ―Que rara esa mierda, a lo bien que rarísima― pensaba y pensaba Rafael, y escuchaba y escuchaba la nota. Al principio le había parecido una maricada, pero ahora, escuchando con detenimiento esa, y la primera nota, encontraba sentimientos en cada una de las oraciones y se daba cuenta que la chica modulaba distinto la voz con cada oración.

Debía ser joven, eso era lo único cierto. Pero era una voz muy masculina para ser femenina, fuerte, agresiva, que podía sonar como las de las líneas calientes que en su adolescencia había conocido, o en su defecto la voz de una profesora mandona, de esas recién graduadas, que intenta acomodarse a los niños en su primer día de clases. Pensó en eso todo el día, esperando que el contacto misterioso respondiera.

Pasó una semana y su Whats App no tenía mensajes del contacto misterioso. «Quizá me borró, se dio cuenta que era un error, mejor así» pensaba para sí mismo, sin darse cuenta que empezaba a ansiar una respuesta. Pasadas dos semanas decidió llamar al número. Timbraba, pero siempre era el contestador automático con voz robótica el que contestaba. Le timbró tres veces y se sintió patético, timbrándole al número de alguna vieja que ni siquiera conocía o que lo había confundido con alguien. Peor aún, podía ser una broma, quien quita, nunca se sabe, «que mierda todo» se dijo así mismo en voz alta, frustrado, y se esforzó en olvidar el evento.

La mañana después de los timbrazos, le llegó al celular un mensaje del número. Otra nota de voz. Irritado, no se dignó a escucharla sino que le escribió de una que «quién era, que cual era la maricada, que le dijera de una vez por todas quien era o iba a bloquear ese número». Se serenó con un cigarrillo. Eran las ocho de la mañana y tenía clase de diez. Le pareció ridículo lo que estaba haciendo, lo que estaba pasando. Una maricada. Resignado, viéndose a sí mismo derrotado, le dio reproducir a la última nota de voz.

El peso del mundo

es el amor.

Debajo de la carga

de la soledad,

debajo de la carga

de la insatisfacción

el peso,

el peso que llevamos

es el amor.”

¿El amor? ¿Sería alguna ex novia que le estaba mandando notas? No, no recordaba nada de una exnovia con aquella voz. «¿Una admiradora secreta? No, eso ya pasó de moda, además estoy muy feo como para andar levantando así de la nada» se dijo riéndose mientras descargaba el residuo del cigarrillo en el cenicero. De todas, esta era la nota más corta. Al parecer la chica tenía afán. Sonaban ruidos de calle, carros pitando, vendedores ambulantes, música. Terminó la nota y buscó en internet la letra. Un poema de un tal Allen Ginsberg, famoso al parecer, muy famoso la verdad. Hippie, calvo, marica. «Todo un poeta» pensó. Rafael nunca había escuchado de él, y se sorprendió de su propia ignorancia literaria. Nunca había sido buen lector, poco le interesaba la literatura. Se dedicaba a leer sus textos académicos, e incluso los referentes literarios que a veces estos poseían, pero más allá de eso nunca se sentaba a leer algo de ficción. Sabía quién era Gabo, Neruda, incluso Cortázar, pero de ahí para allá ni idea.

Pensó en responder, pero se acordó al instante que ya lo había hecho. ¿Había sido grosero? No. ¿Quién manda notas de voz y no dice de parte de quién? Era lógico que él tenía razón, ojala nunca le volviera a contestar. Cerró el chat de Whats App y se esforzó en olvidarse del tema, sin pensarlo otra vez empezaba a dedicarle demasiados pensamientos a lo mismo. Decidió contarle a Daniel, un amigo de la universidad, este le dijo que porque no aprovechaba, que de pronto era una nenita que le estaba cayendo, quien quita, todo gurre busca su gurre. Rafael no lo veía así. Daniel le dijo que si le volvía a escribir algo le avisara, para que juntos le enviaran una nota de voz. Le dijo que le mostrara las notas; Rafael no quiso. Se arrepintió al rato, por marica, había dejado ir la oportunidad de que alguno de sus amigos de pronto conociera la voz que recitaba, pues, de pronto, la idea de la admiradora no era tan insólita.

Rafael se centró en la tesis y de nuevo, con esa maravillosa capacidad humana de recordar constantemente las maricadas menos importantes, volvió a pensar en el número unos días después de haber borrado el chat. Revisaba de forma obsesiva el celular cada media hora, le ajustaba el wifi por si no tenía internet, estaba a la expectativa de algo que no sabía si vendría o no. Estaba cogido de las huevas por el mal mayor; esperar por algo que no va llegar. Pensó en escribirle, quizá también recitarle algo, no sabía ni mierda de poesía pero podía buscar alguna y leérsela, cualquiera, eso era lo de menos. Al final decidió quedarse quieto y darle tiempo al tiempo, a ver qué.

Un sábado, como una semana después de aquella mini crisis, el teléfono vibró con un nuevo mensaje. Esta vez era distinto, la voz sonaba arrastrada, casi obligada, y de fondo sonaba música, como de ascensor pero más movida, algo parecido a la electrónica. Rafael no tenía oído para la música, al igual que no tenía ojo para la poesía, así que no supo cómo interpretar esa música de fondo que no se sabía si sonaba en el mismo lugar donde estaba la chica, o por fuera. Ella recitaba:

No hay cicatriz, por brutal que parezca,

que no encierre belleza.

Una historia puntual se cuenta en ella,

algún dolor. Pero también su fin.

Las cicatrices, pues, son las costuras

de la memoria,

un remate imperfecto que nos sana

dañándonos. La forma

que el tiempo encuentra

de que nunca olvidemos las heridas”.

“Un remate imperfecto que no sana dañándonos”. Esa frase le quedó sonando, sobre todo porque la voz parecía quebrarse en ese punto. Caerse en el camino que iba trazando, necesitando un suspiro para volver a ponerse de pie y seguir. De nuevo buscó por internet y se dio cuenta que era de Piedad Bonnet. A ella sí la conocía, había estado en una de sus conferencias. No por gusto, sino invitado por Daniel. El mismo que había llegado aquella vez, ―que, ¿hace más de un año de eso?― con una chica, una amiga. Que habían ido los tres a tomar cerveza, que la chica era muy tímida y casi no hablaba, que la había conocido en la universidad en un simposio de literatura latinoamericana, y que se comunicaban con papelitos y cuchicheos en la oreja.

La misma que Rafael había emborrachado a propósito, porque le había dicho a Daniel que tenía bonitos labios, que tenía los senos bien paraditos, que qué rico comerse con una nena que no hablara mucho mientras tiraban. La misma que se había quedado ahí, en su casa, borracha y vomitada mientras él la penetraba consiente de que lo hacía, pero borracho de rabia por tener, una vez más, que haber recurrido a eso para acostarse con una vieja. La que besaba sin respuesta a escondidas de Daniel, que se había dormido en el sofá de la casa, borracho también, lavándose las manos de lo que pasaba en el cuarto de al frente.

Rafael prendió un cigarrillo y se sentó. «¿Sería esa la voz de la nena?». No se acordaba. ¿Tal vez todo eso de tímida era pura mierda? Se sintió culpable, como si la culpa de todas sus malas acciones le cayera en forma de golpe seco en aquel momento. Inhaló de la colilla y miró la conversación completa. Volvió a la primera nota de voz y la oyó de nuevo, prestando atención a la letra.

Llegaron los tres al mismo sitio

Pidieron espumeantes bebidas

Saludaron a la amable concurrencia

Llegaron los tres a la misma mesa

Tomaron humeantes pociones

No conocían a nadie

No estaban incómodos

 

El autor

narrativa

Jorge Alejandro Llanos

Periodista e historiador de arte

Jorge Alejandro Llanos

Periodista e historiador de arte

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