Cantos AbisalesVoz y verbo

La historia de un soldado

La historia de un soldado

Clifford Olin (Estados Unidos)

«La ciudad enferma se encuentra en cenizas; y los edificios lloran agónicos, las casas sufren colapsos, los departamentos expiran, los lugares públicos aniquilados»

T Traumatizado por sus experiencias en Vietnam, Gene regresó a California enojado, aunque siempre recordaba las palabras de su sargento Riker: «Haz como un pato, suave en la superficie, pero rema frenéticamente debajo». Una ira latente se arremolinaba en su interior y el esfuerzo por contenerla a veces lo dejaba exhausto. 

Vio a sus amigos de la prepa que se habían mantenido al margen de la guerra con la dispensa para los estudiantes universitarios.  Ahora estaban a un año de graduarse en carreras bien remuneradas mientras él escaneaba los anuncios de empleo.  No encontraba ningún trabajo decente para alguien capaz de desmantelar y volver a ensamblar un M-16 en cinco minutos, pero sin el título universitario requerido para todos los trabajos chingones.  Vio “pobres diablos y tontos” con el “título” mágico obteniendo trabajos profesionales mientras él terminaba como conserje, un nombre que odiaba desde que el conserje de la escuela los había sorprendido a él y a sus amigos fumando en el baño y los había denunciado al director.

Frustrado por su incapacidad para conseguir un trabajo “chingón”, y sintiéndose fuera de lugar con sus amigos ahora más interesados en opciones sobre acciones que en historias de guerra, Gene comenzó a pasar las tardes bebiendo tequila en “La Esquina”, un bar mexicano a pocas cuadras de la fábrica de Pastas de Dientes ECO donde trabajaba. No podía entender el español  rápido que se hablaba en el bar, pero después de beber tres o cuatro tragos  de José Cuervo y chupar el jugo de dos limas, las voces de los hombres adquirieron una agradable calidad de canto que lo hizo sonreír cuando los hombres estallaron en un coro de risas a carcajadas ante lo que claramente era una gran broma si se entendía las palabras. 

Gene pensó que podría ser divertido hacer un viaje por México, deteniéndose en cada pueblo para tomar unos cuantos tragos de tequila en la cantina local, y luego pasar al siguiente pueblo, ir a la deriva, sin quedarse nunca el tiempo suficiente para conocer a nadie, su ignorancia del español liberándolo de la necesidad que a menudo sentía en California de entablar una charla tonta con imbéciles extrovertidos que siempre parecían querer platicar,  sin importar cuánto intentara disuadirlos y cómo tenía que  reprimir el impulso de alcanzar el “escariador” que mantenía enfundado en sus botas, y llevar la hoja hasta sus gargantas para que  “callaran la puta boca” y lo dejaran en paz.

Un día salió de la planta, secándose el sudor de la frente y maldiciendo en voz baja al supervisor que le había pedido que reorganizara las sillas que acababa de pasar una hora ordenando en círculos de siete sillas, según las instrucciones del mismo supervisor.

—A mí me parece la misma diferencia— Había dicho al supervisor.

—La diferencia no te concierne, había respondido.

—Ahora date prisa: la reunión comienza en veinte minutos. 

Gene condujo su Nova directamente a La Esquina y se bebió dos tequilas. Mientras chupaba el jugo de un limón, se relajó y observó a un hombre poner una moneda de veinticinco centavos en la máquina de discos y seleccionar tres canciones. Pidió otro tequila. Las canciones tenían el delicioso ritmo de algo de la  “mierda latina” que Rubén, uno de los chicos de su pelotón en Vietnam, solía tocar cuando el resto de los chicos se cansaban de Hendrix y los Stones. “Salsa o cumbia”, pensó Gene, “así la llamaba Rubén”.

Cogió su tequila, lo bebió de un trago, chupó una rodajita de limón y empezó a golpear la barra con el pie. Cerró los ojos y recordó el día en que Riker le había dado al pelotón unas horas de tiempo libre. El sol había estado brillando intensamente y por una vez no había estado tan “jodidamente” húmedo. Gene y cinco de los demás, incluido Rubén, se habían sentado en un trozo de arena al lado de un río que fluía perezosamente cerca de la base.

La masa de árboles y arbustos que se detenían en la orilla del río había hecho que Gene olvidara por un momento que estaba en una guerra y no en algún paraíso tropical en una isla en el mar… Rubén había puesto una de sus cintas de salsa. Uno de los chicos, Fred, un buen amigo de Gene, se había opuesto a la música, pero como nadie más traía cintas, lo dejó pasar y sacó una bolsa de marihuana vietnamita. , del tipo que te agarra por la cabeza y te gira y te deja aturdido y eufórico. Fred había hecho algunos porros y los había repartido. Los seis estaban sentados en un círculo, inhalando el humo e inconscientemente zapateando con sus pies.

Después de unos minutos, Rubén dijo: —Estoy realmente jodido, hombre, esta mota es re-chingona.

Fred dijo —Tienes toda la razón, cabrón, ahora me debes uno.

—Sí, claro, hombre, la próxima vez,— Dijo Rubén.

Gene había comenzado a quitarse el uniforme. —Hace más calor que un puto horno bajo este sol. Voy a refrescarme,—Dijo.

—Creo que haré lo mismo en un minuto,— respondió Fred, —Primero voy a asolearme unos minutos—

Gene se sumergió en el agua y luego flotó boca arriba durante un minuto con los ojos cerrados.

Cuando abrió los ojos, vio a una joven vietnamita acercándose a los hombres. Estaba descalza, vestía una blusa ceñida, una minifalda y llevaba un pequeño bolso. La había reconocido como parte de un grupo de prostitutas que había visto en el pueblo cerca de la base. Ella estaba sonriendo y charlando con los hombres. Mientras flotaba en el agua, había visto las sonrisas lascivas de los hombres, y un par de ellos se frotaban las ingles mientras la miraban.

Y en la cinta de salsa se reproducía una canción cantada por una sensual voz femenina, una voz a la vez indignada y cargada de pasión.

La mujer había metido la mano en su bolsa y empezó a desabrocharse la falda. Luego arrojó su bolsa entre los hombres y se fue corriendo. Gene había visto cómo sus sonrisas  se convertían en pánico. Rubén y Fred habían cogido el bolso y parecían estar peleando con él. Luego explotó y hubo un destello y un grito y después sólo la voz femenina cantando seductoramente.

Señor. Señor, —dijo el cantinero— Quiere otro tequila?

Gene abrió los ojos, dejó caer el limón sobre la barra —¿Qué?— 

—¿Quiere otro tequila?

—Bueno. Dame otro— dijo Gene mientras sonaba la rockola y algunas parejas comenzaban a bailar en el espacio  entre las mesas y la barra. Una chica, que parece haber venido con una pareja, permaneció sentada en una mesa, con una cerveza frente a ella.  Llevaba una camiseta ajustada y una minifalda negra. Golpeaba la mesa con la mano y miraba con anhelo a los bailarines y a las demás personas en el bar.

Gene era el único hombre solo.   Ella tomó un largo trago de cerveza, se levantó y caminó hacia Gene, quien bebió el tequila y chupó otra limón. Parpadeó y escuchó la música de salsa.  De repente vio a la mujer vietnamita que venía hacia él, vestida con una blusa ajustada como antes.

La mujer del bar le sonrió.

—Hola. ¿Quieres bailar?— En la penumbra, Gene se llevó la mano a la bota y sacó el cuchillo, y dio un paso hacia ella. Ella gritó cuando el cuchillo se elevó hacia su estómago. Sintió el pinchazo de una cuchilla en su vientre y luego se detuvo.

Gene dejó caer el cuchillo y las lágrimas corrieron por su rostro. La mujer retrocedió, sujetándose el estómago, mirándolo con expresión de sorpresa y terror, como si hubiera esperado un compañero de baile y en su lugar hubiera encontrado a Jack el Destripador. Las parejas dejaron de bailar y miraron a Gene.

Gene se secó los ojos.

—¡Disculpe! ¡Disculpame! Pensé que eras alguien. ¡Dios mio! ¿Estás bien?

—¿Qué estás haciendo hombre?— gritó el camarero. —¿Porque haces eso?— 

Una mujer que había estado bailando corrió hacia la mujer herida y le preguntó: —¡Elena! ¿Estás bien? ¿Te cortó?—

Elena levantó la mano de su estómago. Parecía como si una espina le hubiera pinchado la piel. Una gota de sangre le bajó por el estómago hasta el ombligo.

—Estoy bien, creo, sólo le pedí que bailara y me atacó.

—Ese tipo está loco,— dijo un hombre sentado unos taburetes detrás de Gene.

—¡Pinche cabrón!— gritó la amiga de Elena

—¿Que pasa contigo? Podrías haberla matado con ese cuchillo.

—Lo siento, no fue mi intención. ¿Estás herida?— preguntó Gene

Dio un paso hacia Elena y pisó el cuchillo.

—¡No! ¡Aléjate!,— gritó Elena, retrocediendo hacia un lado de una mesa.

Gene se agachó y recogió el cuchillo. Elena gritó y todos se alejaron unos pasos de Gene. Un sonido como el de un ariete estrellándose contra una puerta llegó desde detrás de la barra.

Blandiendo un bate de béisbol, el barman gritó: —¡Fuera de aquí, pendejo! ¡Ahora! ¡Largate!—

Gene volvió a guardar el cuchillo en su funda dentro de su bota.

—No, sólo quería ver si ella estaba bien.— El bate volvió a estrellarse contra la pared. El cantinero salió de detrás de la barra y gritó —¡Se acabó! ¡Vete!—

—»Está bien»— dijo Gene mirando a Elena.

—Lo siento realmente.

—Vete al infierno, pinche loco,— gritó la amiga de Elena mientras Gene salía por la puerta.

El autor

Clifford Olin

Clifford Olin

Maestro bilingüe 

Clifford Olin

Maestro bilingüe 

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1 Comentario

  1. Un cuento con fuerza persuasiva, excelente nivel de suspenso y con un inteligente desenlace.
    Felicidades al autor

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