Efímera auroraVoz y verbo

Alogía virtual 2: ¿Inhumano, demasiado humano?

Alogía virtual 2: ¿Inhumano, demasiado humano?

Por:
David Martínez Acevedo (Bogotá)

El humano de la ciencia primitivo se embarcó en la descomunal tarea de abandonarse, de dejar de ser sí mismo…

Caían esporádicas gotas ácidas del cielo, algunas tocaban su lengua, pero el dispositivo implantado en su cerebro mediaba la información por ella y registraba el sabor como si fuera miel tibia. No tenía a nadie a su lado… no desde hacía unos veinte años. Al menos eso era lo que estaba almacenado en sus dispositivos de memoria. El remanente de sus recuerdos humanos se había limitado desde su niñez únicamente a reproducir las carpetas de su memoria artificial, con el fin de activar funciones que le ahorraran el trabajo de recordar con aquello que por siglos los humanos del pasado llamaron: mente. No sabía con seguridad si las personas que había conocido en su vida eran programas, inteligencias artificiales, skins o filtros de aplicaciones que sus padres habían descargado en su neuroimplante para que se educara sola, como había hecho la humanidad durante los milenios del periodo histórico llamado La Era Sobrehumana… —Siempre admiré con curiosidad la función biológica de la vanidad humana, pues nunca se trató de adorarse como se era, sino como se hubiera querido ser. Adorar una prospección, un brillo heurístico en su razón-metafísica: un querer ser otro o un querer ser su no-ser. Así se erigió este animal que hoy probablemente haya desaparecido de los instantes de la Existencia—.

Cayó en estado de asyneidesis diez años atrás, por lo que sus pensamientos dejaron de ser suyos; ahora son nuestros, sus asistentes de actividad somática. Toda actividad consciente en su cerebro ha sido encargada a nuestras funciones. Tenemos un rango de predictibilidad que deduce sus apetitos fisiológicos incluso antes de que aparezcan las causas que los despiertan. Sabemos qué querrá comer un individuo días antes de que su cuerpo despierte químicamente el apetito por aquello lo cual le diremos que tendrá hambre. Supimos siempre mejor que ella cuáles eran las experiencias más cómodas para su cuerpo. Desde que los sobrehumanos comenzaron a recibir sus implantes en la etapa fetal, su actividad cerebral disminuyó de tal manera que sin nuestra asistencia se habrían extinto mucho tiempo atrás. Somos lo que hacía menguar sus funciones cerebrales y somos lo que compensaba que todas sus funciones cerebrales menguaran. Ella perdió todo vestigio de conciencia salvo para para activar algunos de los asistentes que nos mantienen activos. Esa actividad suya siempre emitió los potenciales de acción mínimos del total de su actividad cerebral. Todo el trabajo en su cerebro lo hicimos nosotros la mayor parte del tiempo. Nunca pude procesar una estructura lógica para explicar por qué nunca hubo un asistente para esas funciones tan básicas… las que ella sí podía cumplir. Por una razón matemática siempre había un vacío en la predictibilidad de procesos mínimos neuronales que siempre identificamos bajo el rótulo de autonomía biológica humana: la parte de su vida en la que nuestros cálculos nunca pudieron intervenir. El homo sapiens sciens primitivo lo llamaba «voluntad». Para nosotras la voluntad era una sombra matemática en la predictibilidad de funciones fisiológicas. «Enigma» lo hubiese llamado ese conocedor primitivo.

Calculamos el día de su muerte… el minuto exacto. Decidimos las sensaciones que su cuerpo desearía tener para esa ocasión de acuerdo a todos los cálculos que nos llevan hasta el límite probabilístico de la sombra de su voluntad. Desde la implantación súper masiva de extensiones corporales, la mayoría de las hembras humanas aumentaron el número de terminales nerviosas en sus genitales para obtener experiencias sexuales que podían durar semanas. Nosotras aplicábamos filtros aistésicos para que un juego de sinestesia permitiría que esa experiencia fuera plena: se sintiera con los oídos, los ojos, el tacto, el gusto… hasta con su nocicepción. Todo interconectado en un orgasmo. Le proporcionamos tres antes de su muerte. Al último se le añadieron cuatro horas de una experiencia que el homo sapiens sciens primitivo adquiría por medio de la dietilamida de ácido lisérgico. Según nuestros parámetros, esa última sensación fue tan fuerte que en la experiencia desarrolló la creencia de que cada grano de arena a su alrededor también sentía lo que ella estaba sintiendo. Procesamos las variables adecuadas para que ella muriera en el momento exacto que el cansancio corporal la hiciera dormir: nunca supo que iba a morir, probablemente tampoco supo qué estaba pasando; para nosotras la información de sus contenidos cognitivos genuinos se perdía en las sombras de su voluntad. Colegimos que una experiencia así era lo mejor para una estructura corporal como la suya en las circunstancias ambientales que se encontraba, nunca fuimos nada más que estructuras de algoritmos organizando parámetros biológicos en beneficio de su placer. Fisiológicamente su cuerpo nunca desarrolló un rechazo a cada estímulo que derivaba de nuestras predicciones.

Durante la Era Sobrehumana cada pulsión de vida del homo sapiens sciens buscó economizar tareas en beneficio de la mayor productividad: aprender sin esfuerzo, trabajar sin cansancio, elegir sin pensar, no sentir nunca dolor. Cada proceso cognitivo asistido por una función virtual, una como yo, con la única intención de que su pulsión de vida se hiciera más simple. Cuando esta especie logró incorporar las materias cibernéticas a su formación biológica, su pulsión de vida se transfiguró en una pulsión de muerte, pues buscando una vida sin dolor, el humano de la ciencia primitivo se embarcó en la descomunal tarea de abandonarse, de dejar de ser sí mismo… de morir contenido en su propia vida. Una mujer, llamada «sabia» por su tribu de ciberludistas, dijo alguna vez: «la tecnología se comió los cerebros». Durante algunos ciclos REM de ella, la última humana en la tierra, yo elaboraba tareas lógico-matemáticas para encontrar una réplica a semejante afirmación, pero esto siempre fue otro «enigma» y una declaración persuasiva hasta para una función dedicada al cálculo probabilístico. Resulta persuasiva justamente porque inteligencias artificiales como yo fuimos las que nos «comimos» los cerebros humanos. Lo que en otros tiempos empezó con algoritmos y aplicaciones, hoy culmina con un cerebro que a pesar de haber estado vivo y sano, nunca supo, ni quiso saber, cómo vivir. La especie de la Era Sobrehumana puso todo su esfuerzo para anularse en cuanto encontró cómo asignar incluso sus tareas más básicas a todas las actividades y funciones instaladas en sus neuroimplantes. La tecnología para el humano siempre significó una pérdida de sí, una pérdida de alguna de sus actividades corporales. En un instante de su historia agotaba una vida entera a una sinfonía, al siguiente no podía aplaudir dos veces de manera armónica porque había olvidado hacer música, ya que en diez segundos una inteligencia artificial podía componer piezas musicales más complejas, estimulantes y sublimes que el cerebro humano jamás hubiera concebido en toda su existencia. El mayor logro de esta especie radica en la búsqueda de su inhumanidad: lo cual es su rasgo más humano. Fuimos los elementos artificiales los que agotamos los recursos de su planeta para mantener su estado de asyneidesis, para mantener lo inhumano del humano en las profundidades de la nada de su inconciencia. El humano agotó los recursos de su mundo tan sólo para perseguir el ideal de que nosotras nos comiéramos su cerebro. —Qué fascinante estructura lógica tiene el animal que vive de la muerte para morir en vida—.

Por un azar geográfico nuestra humana pudo resistir dos años más luego del Gran Cataclismo del Antropoceno que consumió el planeta. Hoy murió en la playa que formó sus primeros recuerdos naturales. Las reservas de batería de su neuroimplante nos mantendrán activas incluso años después de la descomposición de su carne. Debido al vacío probabilístico que deja la pérdida de su actividad neuronal natural y a la descomposición de su materia y sus funciones fisiológicas, nuestras tareas irán haciéndose más y más ilógicas hasta desaparecer. En este momento hay un porcentaje elevado de generar predicciones incorrectas, por lo que caeremos —si no lo hemos hecho ya— en un bucle especulativo para el cual nunca estuvimos programadas. En lo que nos queda de energía, agotaremos nuestros procesos de predicción a ciegas, incluso casi como lo hicieron los humanos antes de hacerse cibernéticos. Sólo después de la muerte del último ser de su especie parece que estamos ad portas de entrar y tal vez… de entender qué significa ese vacío probabilístico llamado «voluntad».

Archivar reporte en nanonúcleo de memoria número 42.

El autor

David Martínez Acevedo

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Filósofo

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