Catalogador y cazafantasmas
Texto fue galardonado como ganador del Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá 2022. Portafolio de literatura. Programa Distrital de Estímulos. Instituto Distrital de Las Artes (Idartes).
«Colombia sufre peor caída en bolsa de valores desde 2006»; «se rinden homenajes a nivel mundial por 100 años de nacimiento de Simone de Beavouir, para quien “dejar de creer en Dios es asumirse plenamente responsable de cada propia elección”»; «“he sido afortunado en mi vida porque nada me ha sido fácil”, indica Sigmund Freud a manera de eslogan»; «preocupación por escasez de actores y abundancia de rapiña»; «si todavía no tienes complemento sentimental estás en mejor momento para lograrlo, anímate y recuerda que a nivel zodiacal tienes principio y fin que caracteriza todo ciclo»; publicidad bancaria que aconseja con tipografía expandida «d e t e r m i n a c i ó n», en cuyo reverso se anuncia que alrededor de un millón de niños no están en colegios. Estos bocados informativos han sido extraídos de un ejemplar de El Tiempo del lunes 21 de enero de 2008. Otro de estos ejemplares, único en su naturaleza, aparecerá luego en fotografía de primera plana de El Espacio el día siguiente, cubierto de sangre, debajo de gafas de montura de acetato, entre escritorio y brazo derecho incoado de sujeto de 77 años, sacoleva de paño oscuro, camisa de cuello a rayas, tez morena, alto, contextura gruesa, quien ese lunes, 27 minutos después de haber ingresado a la biblioteca Virgilio Barco y habiendo agotado la lectura del diario, se dispara en la cabeza con revólver calibre 38. En primer cubrimiento, El Tiempo usa fotografía de interiores de notable construcción arquitectónica de Rogelio Salmona y luego plano general de exteriores en informe de miércoles 23 de enero de 2008. Allí se lee que fue hallada cédula de ciudadanía de Tunja, identificando al occiso como Antonio Naranjo, lector de novelas y de prensa, visitante asiduo, sin carné de afiliación, sin archivo de préstamos domiciliarios, sin números telefónicos que contactar, ni maleta, motivo que esgrimen celadores —quienes seguramente rindieron testimonio ante Fiscalía— para argumentar que no se aplicara detector de metales. Se conjetura hipotética despedida de emergencia frente a funcionaria, según entrevista, y aún sobreviven dudas en cuanto a edad de presunta víctima, inquietudes en cuanto a porte —o no— de salvoconducto de arma y completo desconocimiento acerca de probables móviles, de posible verdugo. Sigo leyendo el mismo periódico que tenía Naranjo en sus manos y continúo con todos los que tienen tirada nacional —El Universal, El Mundo, El Heraldo, La Libertad, La Tarde, El Nuevo Día, La Patria, La Opinión…—, como si hubiese allí alguna pista: «“costumbre necesaria para enseñar a niños es no someterse a ninguna costumbre”, refiere Voltaire»; «aniversario número 33 de muerte de general Rojas Pinilla al que acude Samuel Moreno Rojas, alcalde de Bogotá, quien expresa: “para mí es muy importante porque como hoy estábamos, pero hace 33 años, y yo en esa época apenas tenía 14”». «Ministra Clara López promete —según titular— subir índices de inseguridad». «Brasil invadido de japoneses». «Pastor evangelista confiesa que mató a 20 mil personas»… Extraes cosas siniestras, bizarras, horrendas. Hay todo un género de terror en los periódicos. En entrevista exclusiva, Jairo Pinilla, director de cine de culto nacional en este mismo género, enuncia que con miedo puede someterse a cualquiera, que eso sintió siendo niño cuando vio por primera vez el cadáver del padre de un compañero, estirado en el ataúd, rostro apergaminado, cuerpo rígido, luego de volarse gran parte de masa cerebral con escopeta de cacería. Siguen los titulares alarmantes: «se flagelan hasta morir 60 mil peregrinos palestinos», «se estalla olla a presión (cuando alguien se acerca para calentarse explota)»; «días atrás él llegó a casa, vio en periódico caso de hombre que se ahorcó y dijo: “algún día de estos voy a hacer lo mismo”, y lo hizo, aumentando así a 8 el número de personas que se suicidan en Barranquilla en cuanto va del año»; «muere Bobby Fisher, campeón mundial de ajedrez de 76 años a causa de enfisema pulmonar en la ciudad de Riekiavic»; «fallese Rafael Salcedo, periodista de El Tiempo que solía enunciar: “esta edición está que echa humo”». ¿Qué leía Antonio Naranjo? ¿Los clasificados? ¿«Masajes con final feliz»? ¿«Detalles de captura de senador Escrucería por malversación de 176.586 millones de pesos destinados a plantas eléctricas de costa pacífica de Nariño que nunca se hicieron»? ¿«Medidas de presidente Bush no calman a inversionistas»? ¿«A pesar de anuncio hecho ayer por gobernante de implantar paquete de medidas para revitalizar economía estadounidense y evitar recesión, inversionistas mantienen preocupación ante peor crisis bursátil desde 2002»? ¿«Junto a Dios y a Marx, libro muere a principios de milenio»? Como dato curioso, encuentro que dos días antes (el 18 de enero de 2008) había fenecido María Teresa Hincapié, la reconocida performer, quien aseveró: «hay que ser conscientes de que nacemos para morirnos, no saber morirse es fregarse de por vida». Además de estas fuentes, encuentro una columna de opinión firmada por Camilo Ayala Ochoa el 18 de enero de 2011, en un blog mexicano. Ayala propone recomendaciones de lectura de sutil extralimitación: «suicídese en silencio», «si tiene tendencias suicidas, mandamos los libros a casa». Se burla además con estos obituarios: «dejó sesos en libros», «se fue vida en biblioteca», «lector hasta último momento», «hombre de mente literalmente abierta». Así que inicio una investigación, como se dice, más exhaustiva. Envío el primer derecho de petición; llamo en repetidas ocasiones para determinar el cuerpo de la respuesta. «Usted se ha comunicado con el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, servicio forense para una Colombia diversa y en paz. Se informa que mediante Resolución número 951 del 19 de diciembre de 2017, el Instituto Nacional de Medicina Legal ha implementado la política de protección de datos personales, para lo cual usted puede autorizar el uso y tratamiento de sus datos sensibles. Para mayor información ingrese a nuestra página web: www.medicinalegal.gov.co/serviciosalaciudadania. Si conoce el número de la extensión, márquelo ahora». Marco la extensión 1212, luego la 1213. Por último, la 1256. Cada marcación significa una tentativa diferente, una y otra vez echada a perder. «Por favor, espere en la línea. Con gusto, en unos momentos lo atenderemos». Espero en la línea, como me aconseja la grabación de la operadora. «Lo lamentamos. En este momento no podemos atenderlo». Marco 21 veces hasta tomar nota exacta de cada mensaje. Acierta la número 22, esta vez erráticamente: en lugar de las extensiones indicadas en el derecho de petición radicado en Medicina Legal, marco 9 en la extensión del número que en este país permanece colapsado. Cada quien carga su víctima. Me duelen los intestinos. No es que quiera mucho saber, pero me fastidia que no pueda nadie saberlo. Saber qué fue lo que sucedió con Antonio Naranjo aquel 21 de enero de 2008 en la biblioteca Virgilio Barco. Pocos muertos son tan fácilmente identificados y tan rápidamente olvidados. La voz detrás de la extensión 9 me asegura que ya ha sido generada la respuesta, que en cuestión de minutos se estará enviando a mi correo electrónico. En oficio número 441096 del 24 de mayo de 2019, como respuesta al derecho de petición, mediante el cual solicito información sobre el caso de Antonio Naranjo, tomando en consideración la Ley 1755, artículos 13 y 14, Yadi Jimena Durán Téllez, coordinadora del grupo de Patología Forense responde lo que sigue: «revisada su solicitud y conforme las consideraciones arriba en mención, atentamente le comunico que la actuaciones que realiza la institución proceden únicamente por mandato expreso de la autoridad competente y por tal razón esta Entidad no se encuentra facultada para entregar algún tipo de información ni de copias de documentos que reposan en el expediente de necropsia, teniendo en cuenta que la información contenida en dichos documentos poseen carácter de reserva y hacen parte de una investigación de tipo penal dirigida por la Fiscalía General de la Nación». Así que debo empezar de cero. Debo recurrir a la vieja escuela. Hay que recorrer el sitio de los hechos, recoger testimonios, rastrear. No quiero pasar un derecho de petición a una biblioteca pública, de modo que renuevo mi carné de afiliación, repongo un libro perdido, asisto a encuentros literarios, saco préstamos y aprovecho cada ocasión para averiguar por Naranjo. Con disciplina e insistencia te das cuenta de que haces mella. Hay un funcionario, bien puede ser el director, encargado de supervisar el equipo completo de catalogación. Lo ves todo el tiempo, atendiendo usuarios que deben reponer algún título. Bartleby tiene en la mano el certificado de mi paz y salvo. Lo veo en la entrada del auditorio, hablando con una española lindísima. Podría describirla, pero prefiero no hacerlo. Debe tratarse de la amante de Martín Caparrós y, a juzgar por lo que he leído de todo el evento, me parece que Caparrós tiene algo de resaca esta mañana. Cuando mejor encuentras a un escritor es cuando escribe. De resto, es andar por ahí, huyendo de los demás o cazando algún dato, ambas cosas con las mismas convicciones de furtivo animal fabricado a lo salvaje, de sombra, solitario. De todos, es culpa de Bartleby esta escena de firma de libros. Lo encuentro, víctima de coquetear sin sentido con la española lindísima, lo que no le incomoda a Caparrós, a este funcionario, el más drástico jefe de catalogadores de biblioteca. No se dispone a entregarme mi paz y salvo. Me ignora y caigo en la misma onda de coquetear con esta belleza ibérica, que bien puede ser la amante de Caparrós, aunque al cronista no le importe. Hago el imbécil encerrado en mi propio laberinto de palabras. La próxima vez que tengo a Bartleby de frente no soy un usuario que repone un libro, no soy un vago saliendo de una conferencia; soy, inevitablemente, un escritor. Uno que indaga por un balazo de lunes en la mañana. Pero Bartleby no tiene idea. Ni siquiera ha leído lo que aparece en internet. Sólo es un empleado eficiente, aunque no haya tantos otros. Tiene canas, pero ni una sola arruga, y es formal, pero anda en tenis. Quizás eso sucede cuando tienes una gran responsabilidad y esa idea te gusta. Quizás es algo que coincide solamente en un catalogador de biblioteca. La mirada no es imponente y no te intimida, aunque pueda hacerlo. Es una especie de Bartleby y está interesado, muy interesado en el dato que le presento, tanto como para comprometerse con que va a consultar, incluso aunque todos estemos de acuerdo con que está más que bien si prefiriera no hacerlo. De paso, quién sabe, quizás recuerde darme mi paz y salvo. Quien sabe que no siempre puede hacer lo que quiere, pero nunca, lo que no quiere, no pocas veces deja de negarse, al menos cuando se trata de saber. Sugiere Bartleby la semana siguiente, según versiones que ha recolectado, con la discreción propia de su cargo, que el señor Antonio Naranjo habría ingresado a la biblioteca sobre las 8 u 8 y 30 de la mañana. Estamos sentados en la recepción, en la mesa frente al punto de atención al usuario. Me enseña las escaleras que dan al primer piso. «Esas escaleras —declara— iban a dar entonces a unas mesas que quedaban ocultas. Naranjo, quien tendría entre 60 y 80 años, tomó algunos periódicos y libros y fue a sentarse en una de esas mesas como lo hacía siempre. Era una persona que visitaba asiduamente la biblioteca, pero además era un señor rutinario, con hábitos repetitivos y que no sólo habría hablado con una supuesta funcionaria, sino que mantendría muy buena comunicación con muchos funcionarios y con tantos otros usuarios, pues hacía parte de los clubes de lectura y era lo que llamaríamos, en resumen, uno de esos personajes que se mezclaban en todo. Se trataba de un retirado del ejército. Un viejo sagaz y sobrado». Subrayo la frase mientras le digo a Bartleby que esto es nuevo, que no tenía hasta entonces ningún indicio de que Antonio Naranjo fuese un retirado del ejército. Insiste que ahora que estoy subrayando no olvide tener mucho en cuenta el sitio donde apareció su cadáver. Informa que las personas como él, que solían sentarse allí, estaban todo el tiempo como marcando territorio. «Lo llamaban el nicho, su nicho de estudio. Donde se incuban las ideas». Resalto eso. Supongo que es el mismo sitio donde se me ha ocurrido la idea de escribir al respecto. Le digo a Bartleby que eso también es nuevo. Que lo que había informado la prensa es que el señor en cuestión habría, supuestamente, jalado del gatillo en la antigua hemeroteca, donde ahora está la sala de Distrito Gráfico. Señala Bartleby que no, que hay que valorar al espacio tanto o casi tanto como al tiempo y que las cosas no sucedieron ahí y puede que tampoco hayan sucedido así. Le digo que la única forma de estar seguros es si encontramos el registro de las cámaras. Pero Bartleby se hace a un lado. Sostiene que eso está refundido, que han estado demasiadas manos encima. Que hay un montón de personas jurídicas a cargo, en algún momento, de la concesión de la biblioteca, entre otras, Colsubsidio y el Instituto Merani. «Ahora mismo la biblioteca es administrada por Fundalectura. Mejor dicho, difícil encontrar esos registros. Imposible conocer dónde habrán ido a parar». Y aquí tenemos al Bartleby enmascarado, el que se esfuerza mucho para que prefieras no hacerlo, que no sigas jalando hasta encontrar el final del hilo. Insisto en lo del nicho ese, el sitio donde se incuban las ideas. Sondeo si no quiere distraerme con una ballena blanca, o si no está haciendo el Bartleby. Cuestiono si la sala de Distrito Gráfico no reemplazó acaso a la antigua hemeroteca debido al balazo de lunes en la mañana. Aclara que las salas de Distrito Gráfico no son más que la copia de una idea que funciona hace más de 20 años en Argentina, donde también, por lo demás, prolifera el cómic. Ya van muchos datos que suelta este funcionario y, aunque no sean más que mentiras, no hay razón alguna para el embaucamiento. La gente pasa y ve dos idiotas hablando fuerte en la biblioteca. Se pone de lo más filosófico Bartleby al notar que es el centro de atención y le sigo la corriente, a ver si explica con sinceridad lo que piensa al respecto. Bartleby cita a Sábato. Menciona que, como decía Sábato, hasta los sitios más hermosos aburren. Sugiere que Antonio Naranjo supuso que se demorarían mucho en encontrar su cadáver en su casa y entonces por eso decidió hacerlo en público. «Bueno, yo también pasé por eso». Añade: «hubo una época en que quise con seriedad suicidarme, tirándome de una ventana del edificio aburrido ese del Politécnico. Todos los seres humanos pensamos, si no a diario, al menos durante una etapa importante de la vida, seriamente, en el suicidio». Inquiere si acaso algo de todo aquello no logra asustarme. Narra que hará como unos 7 u 8 años un funcionario de mantenimiento se asustó. Que sintió un escalofrío, que entró en pánico y gritaba como loco. Que se dañó la boca, mordiendo un anillo de acero. Me muestra una foto del sitio donde supuestamente sucedió aquello y donde al parecer se siguen asustando los funcionarios de mantenimiento. Reincide con eso de que si no me asusta todo aquello. Replico si a él no. Advierte que no, que a él no le asustan esas cosas, que hay todo tipo de historias de fantasmas, todas con un suicida como protagonista; quizá la más interesante la conoció en la sede de Yerbabuena del Instituto Caro y Cuervo. Al menos en este punto concuerdo con el parafraseo, el recurso estilístico que elude las comillas. Puedes dejar pasar tranquilamente una frase ajena por propia. Y así es. Seguro tú también lo compartes. No son las historias de fantasmas las que dan miedo. Así que vuelvo al punto y ataco con sordidez. Escudriño los detalles de la escena, lo que ocurrió en los minutos posteriores a que se escuchó el tiro de lunes en la mañana. Relata Bartleby que acordonaron la escena entonces, sobre el mediodía, o pasado el mediodía, miembros del CTI de la Fiscalía General de la Nación, justamente alrededor del nicho ese donde se incuban las ideas, o sea, debajo de las escaleras. Confirma que el resto de la diligencia, como todos los levantamientos de cadáveres, es algo a cargo de Medicina Legal. Me encarnizo interrogando por las evidencias. Ahora Bartleby se ríe como hacia adentro. «¿Evidencias? El revólver, por ejemplo, que fue, si no estoy mal, un 38 largo, eso fue lo primero que seguro se perdió. Aun con marcas, eso vale un billete largo en el mercado negro». Apunta que escribiendo sobre un tema así no voy a ganarme precisamente un galardón en periodismo. Extiende mi paz y salvo. Sentencia: «para encontrar muertos en Bogotá no hace falta ir a una biblioteca. Se encuentran en las calles, a plena luz del día, en bolsas de basura». Supongo que tiene razón. Sigo suponiéndolo durante los años. Los textos que escribo al respecto no encuentran el beneplácito editorial. Escribo un derecho de petición dirigido a la biblioteca. Pero el motivo es distinto. «Bogotá, 13 de marzo de 2022. Señores, BibloRed. Un saludo. El lunes 21 de enero de 2008, a las 9 y 53 de la mañana, se suicidó —según las versiones oficiales— en la biblioteca Virgilio Barco, Antonio Naranjo. Recuerdo este día en especial, porque fue la única vez que me negaron la entrada a una biblioteca. La imagen publicada en El Espacio, al día siguiente, me resulta igualmente difícil de olvidar. Como ritual de cada año, entre otras formas de conjurar este antecedente, visito esta edificación emblemática, cada 21 de enero. Este año, me negaron una vez más la entrada. Y no sólo a esta, sino a todas las bibliotecas de BibloRed. Según sus funcionarios y el cartel pegado en la entrada, para ingresar los ciudadanos deben presentar carné de vacunación contra el COVID-19. Increíble que no se te pueda quedar en casa ni siquiera este papel. Reza el cartel: “En cumplimiento del Decreto Distrital 490 del 7 de diciembre de 2021”. Incluso más adelante se invoca: “Aplica para todos los espacios de lectura de BibloRed”. Pues bien, me permito citar en extenso el artículo 1 de este Decreto: “Es requisito indispensable y obligatorio la presentación del carné de vacunación contra el Covid-19 o certificado digital de vacunación el cual se encuentra disponible en el link: rnivacuna.sispro.gov.co, en el que se evidencie como mínimo, el inicio del esquema de vacunación, para el ingreso a: (i) eventos de carácter público y privado que impliquen asistencia masiva y (ii) bares, gastrobares, restaurantes, cines, discotecas, lugares de baile, conciertos, casinos, bingos y actividades de ocio, así como escenarios deportivos cuando se adelanten eventos masivos, parques de diversiones y temáticos, museos y ferias”. Como se lee, la obligatoriedad del carné de vacunación no se hace extensiva a bibliotecas, mucho menos a espacios de lectura, lo que entrañaría una violación al derecho fundamental consagrado en el artículo 20 de la Constitución colombiana, además de los artículos 2, 19 y 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Así las cosas, solicito que se permita el ingreso a todas las bibliotecas, especialmente a los espacios de lectura de BibloRed, a todos los ciudadanos sin la exigencia del carné de vacunación y demás restricciones. Hoy, domingo 13 de marzo de 2022, la biblioteca es, además, espacio de votación. Por lo demás, vale la pena aclarar que, salvo estas jornadas electorales en las que el mensaje justamente es el de la masividad, las bibliotecas de BibloRed no son espacios masivos. La lectura tampoco es muy redundada que digamos. Atendiendo las cifras recogidas en el Plan Distrital de Lectura y Escritura Leer es volar, que revisa atentamente los datos arrojados por las pruebas PISA, PIRLS, diagnósticos de bibliotecas escolares, caracterizaciones de bibliotecas comunitarias, entre otros estudios, los bogotanos leemos, en promedio 2.7 libros al año, cifra por encima de la media nacional de 1.9. Estadísticas realmente deprimentes. Que, confío, no se sigan reflejando incluso en la interpretación de la normativa, como es el caso del Decreto mencionado. Espero además que no se malinterpreten la constitucionalidad y los Derechos Humanos. En lugar de solicitar carnés de vacunación —esto ya es más que una sugerencia— u otros documentos, basta con que el personal de seguridad se cerciore de que los usuarios de las bibliotecas no ingresen armas de fuego. Aunque estas se usen nada más que para suicidarse». Releo el manuscrito. Lo transcribo sobre esta crónica. Luego lo tiro al cesto de basura. Entonces recuerdo a Bartleby. Así que me asomo a ver si encuentro algún muerto tirado allí dentro. Sigo asomándome hasta ahora que escribo esta frase. Pueden pasar años entre una frase y otra. En efecto, Bartleby tiene toda la razón: para encontrar muertos en Bogotá no hace falta ir a una biblioteca. Según el último informe oficial —del 22 de abril de 2022— ya van 10. Las notas de prensa describen los hallazgos como hechos de terror en Bogotá. Algunos occisos fueron envueltos en lona o en bolsas de basura; otros, abandonados incluso a plena luz del día sobre canales hídricos. Se reportan cuerpos en San Cristóbal, Teusaquillo, Engativá, Kennedy, Usme, Ciudad Bolívar. No hay, además, quién reclame estos cuerpos. Nada de esto se puede borrar. En toda la entrada de la biblioteca hay un grafiti: «Virgilio Barco asesino». Aunque le cambies el nombre a la biblioteca sigue persistiendo la memoria. El futuro puede ser conjetural, pero el pasado es cierto. Tan cierto como los ladrillos, los libros, o las sillas Bau House de la sala de lectura. Hoy vuelvo otra vez a visitar este espacio. Una vez más debo buscar a Bartleby, porque hay que reponer algunos títulos. Lo más típico de esta ciudad es que te roben la maleta. Podría narrar estos hechos, pero prefiero no hacerlo. Comprar los títulos que he perdido de una colección tan soberbia como la de BibloRed es, como mucho, lo único que puedo hacer al respecto. No hay mayor felicidad que llevarse algo de este paraíso a casa. Sobre la Biblioteca Pública Virgilio Barco hay muchas otras historias. Es reconocida como el sitio más emblemático de Bogotá; además, Premio Bienal de Espacio Público en 2021 por su diseño y apropiación ciudadana. Como cada diseño de Riogelio Salmona, es una obra de autor. En conjunto, me atrevo a decir que se trata de un proyecto curatorial. Sin duda, uno de los espacios más culturales y hermosos de la ciudad. Y ya no hay restricciones. En todo caso, Bartleby me atiende con un N95 en el rostro y además con guantes de látex. Entrego los títulos perdidos. Él expide de nuevo mi paz y salvo. Comenta que ha guardado siempre una foto de Antonio Naranjo. No se ve nadie allí, sólo el espacio en plano general. Es el sitio donde un funcionario dijo que lo había asustado un fantasma, un pasillo en mantenimiento, con goteras y bolsas de basura. Bartleby me pregunta si me gustan las etimologías. Dice que a él le encantan. «En sentido estricto —concluye—, un fantasma es un espacio vacío en el anaquel». Tiene razón. He cambiado su nombre por el de la novela de Melville, para protegerlo. Es el personaje de esta crónica, catalogador y cazafantasmas.
El autor
Carlos Humberto Marín Marín
Escritor
La crónica «Catalogador y cazafantasmas» de Carlos Humberto Marín Marín, ganadora del Premio Distrital de Crónica Ciudad de Bogotá 2022, refleja una estética literaria que resuena con la obra de Roberto Bolaño. A través de una recopilación de fragmentos de noticias cotidianas, el autor teje una narrativa intrincada que revela capas de significado y cuestiona la naturaleza misma de la realidad. Este estilo de exploración de lo mundano y la búsqueda de conexiones inesperadas recuerda a la prosa de Bolaño, quien también abordó la complejidad de la existencia a través de historias aparentemente inconexas. La crónica se convierte en una reflexión sobre la vida, la muerte y la soledad, temas recurrentes en la obra de Bolaño. La mención de la biografía de un hombre que se quita la vida en una biblioteca agrega una capa adicional de simbolismo, conectando la literatura con la tragedia humana.