Dos gretas
«Greta había perdido su obsesión por llenar sus espacios vacíos con palabras. Estaba lista para dar vuelta la página y dejar de escribir para siempre.»
Greta tenía un síndrome que la enfermaba: la parálisis vuelta de página. Algo gravísimo, porque la buena salud exigía relaciones cortas, trabajos discontinuos y vocaciones fugaces. La vida bien vivida tenía que tener variedad de gente, residencia y gustos. Greta no vivía bien, sufría recaídas recurrentes de ataques anímicos depresivos. No podía cortar relaciones en forma abrupta, sin motivo, dar esa vuelta de página que todas las personas podían. Para ella esos giros eran frustraciones insuperables que la tenían siempre enferma. No quería otra novia, mudarse y, mucho menos, cambiar de trabajo. Ella tenía una idea fija en su cabeza: escribir, escribir y escribir. Pero ya había editado dos libros y como eso era lo máximo permitido para su carrera literaria, tenía que cambiar de profesión.
Como siempre pasa, había mucha gente que lograba adaptarse. Para los que no lo lograban, la ciencia contaba con la tecnología psicológica adecuada. La humanidad podría disfrutar de las nuevas maneras de ser feliz.
Los atascados, los que seguían queriendo lo mismo, los que tenían una sola vocación, un amor para toda la vida y una familia que durara para siempre eran los que impedían el avance.
En la primera etapa del tratamiento, Greta tenía que recordar algún trauma. El procedimiento tuvo éxito y, ella pudo recrear una escena que había bloqueado: la primera hoja de su primer cuaderno tenía borrones. Yendo unos minutos hacia atrás con la búsqueda, se vio a sí misma frente a una hoja con renglones llenos de letras. Toda esa primera hoja era un cuadro al que no le faltaba espacio alguno por llenar. No podía girar la hoja para seguir con su ejercitación y continuaba haciéndolo en cada espacio en blanco que encontraba en esa primera hoja. Lo que sobraba tenía que ser borrado y su maestra de primer grado se encargó de poner orden en ese caos de renglones superpuestos, pasando la goma sobre esos errores. Greta, hipnotizada, experimentó una tensión mental descomunal al visualizar a la docente borrando la hoja. Una hoja llena de borrones. Desprolija. Tantos arreglos para hacer, que las pulseras de la maestra chocaban entre ellas al arrastrar la goma por esos renglones equivocados. Un ruido insoportable para Greta, que volvió de la hipnosis más traumada, invadida por ese ruido, el ruido del error.
En el caso de Greta, la terapeuta ideó una solución: crear un clon mental de Greta y mandarlo con específicas instrucciones para desbloquear la escena del pasado que la atascaba y que no le permitía avanzar. La terapeuta planeó el envío de la otra Greta, una que soportara las tensiones del viaje mental al pasado. Ese clon terapéutico tendría la apariencia de una niña de seis años y llevaría todas las instrucciones para romper el trauma.
El plan se puso en marcha, y la psicóloga citó a Greta el día indicado para cumplir la sesión curativa.
Mandó al pasado a esa mente hueca, que solo tenía habilitadas las órdenes específicas para ir directo al momento de ese primer día de clases en la escuela donde Greta había estudiado muchos años atrás.
Mientras el clon cumplía su rol, la terapeuta se ocupó de Greta. Tenía que estar muy atenta a los cambios que producirían los nuevos recuerdos generados por el clon.
La doble llegó puntualmente y al lugar preciso. Cuando tuvo la posibilidad, se filtró dentro del recuerdo y creó una imagen adicional: alguien que raptó a la Greta del pasado, la encerró y amordazó en el baño de la escuela. Para el momento de la liberación mental, el clon terapéutico ya había grabado las escenas de las tareas de ese primer día de colegio, como tenían que ser: renglones en blanco y vueltas de página.
Cuando ya estaban las nuevas imágenes de tres hojas de tarea bien hechas, se ocupó de insertar la liberación de la Greta original del baño y volvió al futuro, al consultorio psicológico con la cura terminada.
Debido a los cambios que Greta sufrió en el consultorio psicológico, la terapeuta supo que el clon había sido descuidado y que seguramente no había ocultado su rostro idéntico al de Greta mientras la raptaba. La psicóloga se dio cuenta de eso, porque Greta tuvo un inesperado ataque de esquizofrenia, cuando la escena del rapto llegaba a su mente como un nuevo recuerdo. Sufrió la visión de la imagen de un doble de sí misma, que parecía querer lastimarla en su primer día de clase.
Esa escena del pasado, mal resuelta por el clon, había producido otro daño que había que reparar. Greta se había curado de su enfermedad de adaptación, la que no la dejaba cambiar la escritura por otros destinos laborales, solo con ver su tarea bien hecha en su primer cuaderno. El problema principal estaba resuelto: Greta había perdido su obsesión por llenar sus espacios vacíos con palabras. Estaba lista para dar vuelta la página y dejar de escribir para siempre. Pero tenía otro problema: la típica esquizofrenia del doble maldito, muy común en las terapias de viajes mentales. Ahora solo había que borrar la imagen de esa doble. Existían los fármacos adecuados, pero la terapia era aún más agresiva que la anterior. No era fácil realizar una ablación minuciosa y precisa de ese recuerdo traumático: ella misma, a sus seis años, había sido su agresora. Ese daño se había filtrado a lo largo de toda su vida y estaba presente en ese momento. Cientos de traumas más por resolver seguían en su nueva cabeza, esparcidos en todos los recuerdos de equivocaciones, de proyectos fallidos, de miedos. Cada freno tenía esa cara en su inconsciente: la de ella misma siendo agresiva con ella. Tenía treinta años de repentinas apariciones de niñas Gretas. No eran borrones, era su propia cara sellando cada fracaso. Una catarata de culpa que pesaba densa y causaba más daño en su cabeza.
Se planeó una cura con fármacos que fueron a la caza de cada una de esas caras. El alivio se iba logrando de a poco. Pero tanto corte, tanto desperdicio, tanta basura fue borrada, que Greta despertó de la ablación doce horas después del inicio de la terapia de extirpación.
Sintió hambre.
La terapeuta le ofreció una merienda. Greta tuvo arcadas, asco, al mirar la bandeja con café, fruta, yogurt y tostadas con mermelada. Nunca pudo identificar de dónde venía ese asco, ni siquiera cuando probó cada alimento por separado. Tampoco sabía identificar su gusto. Y esa fue la pauta para decretar la cura. Finalmente habían tenido resultados. Greta estaba lista para encontrar el gusto perdido en la inmensidad de sabores que le darían las relaciones cortas, los trabajos discontinuos y las vocaciones fugaces. Un gusto que fue encontrando en la variedad. Había logrado ser parte del grupo de personas saludables. Lastima que el asco seguiría intacto. Y para ese efecto secundario todavía no había terapias.
La autora

Isabel Santos
Escritora