La masa
Jorge Alejandro Llanos Rojas*
——–Las flechas se han hundido en la carne tersa, fragante y juvenil, y pronto consumirán el cuerpo, desde dentro, con llamas de supremo dolor y éxtasis. Pero la sangre no mana, y no hay aun la multitud de flechas que se ven en otra representación del martirio de San Sebastián. Esas dos solitarias flechas proyectan sus calmas y gráciles sombras en la tersura de su piel como las sombras de una rama en una escalinata de mármol. Pero todas estas observaciones e interpretaciones son posteriores. Aquel día, en el instante en que mi vista se posó en el cuadro, todo mi ser se estremeció de pagano goce.
Yukio Mishima.
——–El apetito humano es tan voraz como su aburrimiento, situación que lo obliga a desplazarse hacia la calle, hacia la gente, hacia el olor, la suciedad y el ruido de millones de individuos que comparten un pedazo de tierra. Aburrimiento viene del latín: ab- prefijo «sin», horrere «horror», es decir la falta de horror. Nos falta horror, en este caso urbano, para desestabilizarnos un poco del equilibrio malogrado, fruto de la vida sedentaria y obtusa del ciudadano común.
——–Esta “falta de horror” nos incita a tirarle los ojos a los otros, a saciar, en la estética del cuerpo, la necesidad biológica de la reproducción insatisfecha, el simple desliz que adoptamos estructuralmente bajo siglos de adoctrinamiento cristiano, saciando con los ojos lo que no despega desde el pudor del cuerpo. Grave, eso sí, la vulnerabilidad del ojo, porque se pierde la destellada, se suelta el diente y se cae en la vergüenza de mirarse a uno mismo observando de más a algún transeúnte desprevenido que pasa por la acera del frente mientras combate sus propios problemas.
——–Horror en los supermercados cargados de productos. Copias fieles de un álbum de música triste que, inserto en las ramificaciones de lo más profundo de internet, crece y se reproduce de manera alarmante, contaminando las mentes de un montón de adeptos al desprendimiento ―tal cual uno―, tirados en la acera de lo horrible, consumiendo cualquier mierda que caiga en las manos y que de seguro embale, porque embalados se olvidan los horrores, porque no hay límites sustanciales que se enfrenten a las manifestaciones arriesgadas y, casi siempre, suicidas de las sustancias.
——–El horror desprovisto de admiración no tiene cabida dentro de las avenidas y las luces de los semáforos enfermos que vigilan solitarios a indigentes y vendedores ambulantes, traficantes y vigilantes, aseadoras y mensajeros, oficinistas saliendo del trabajo y clientes nuevos para la farra y el desquite. Dentro del ecosistema que germina sobre el piso de concreto, donde no ponemos el pie descalzo porque nos han arrancado la tierra, rugen los aguiluchos vueltos camiones, los hipopótamos convertidos en buses y los avestruces epilépticos convertidos en motociclistas atravesados.
——–Atravesamos el horror a pie, caminando, porque es más barato y porque dicen que es bueno, no para la salud porque esa se la vendimos al diablo, sino para el corazón interno que necesita bombear sangre, para las maquinitas que llevas dentro de ti, para los compases rotos que acomodan pensamientos mientras la mirada da vueltas, a velocidad de burro, encajando las situaciones e intentando comprender al otro que camina, que respira, que corre o que grita a través del asfalto.
——–Sobre un puente peatonal, paralelo al puente de automóviles, roban y apuñalan a un ciclista por sacarle la cicla de gratis y huyen hacia la maraña de mafias y negocios que viven del rebusque de hacerle daño al otro. Dentro de estas dinámicas de horror consagradas, donde se crían familias enteras, se alimentan niños y se sacan adelante hijas, se tiene por bien servido el hecho de aparentar «ser correctos» bajo los designios de la cruz y el clero, aun haciendo el mal a otro de una u otra manera, porque repetirles que «tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata» es pasquín de quinientos pesos disuelto en agua y arrojado a la basura, aun cuando son presa de los aparatos ideológicos, arrastrados al delito por los que delinquen desde una posición más limpia, justificando el malestar humano de hacerle daño al más pendejo, de vivir el vivo del bobo, de salirse con la suya en una consecución que asemeja a un crimen sin víctima, una salida fácil.
——–Ese horror se manifiesta en todos los estadios de la condición urbana del hombre, es el único apartado sitio donde se untan de charco los vacíos existenciales junto al interminable hastío, dándole razón a la existencia ―no como protagonista o héroe de la historia, sino como observadora—. Se paga un pase libre a cuestas de vivir engañado para observar desde las gradas cómo se devoran unos a otros, cómo se desgarran la carne de apariencias, caen y bajan en torbellinos de pasiones mal pagadas o bien servidas, hasta que es momento de poner el cuero propio, siendo uno devorado por aquellos que antes vomitaban y que ahora observan desde las gradas el sufrimiento ajeno. En fin, la voluntad incesante devorándose a sí misma en todo momento.
——–Pero el horror aquí en esta tribuna bogotana, es San Sebastián de pie, amarrado contra el árbol, que recibe las flechas con placer penetrante, la ingenua creencia del doble sentido, mientras las armas, al mismo tiempo, desangran el contenido matérico de su cuerpo; carne a fin de cuentas, como la que cuelga de los asaderos o la que sacan a lavar las viejas, aunque digan que no hay que lavar la carne muerta, ni exista un olor más puro que el de una fama a las cinco de la mañana, repleto el mesón de baldosa con cortes del animal y el aroma que bota la materia roja, vestigio del ancestro violento.
——–Esas flechas sacan del horror al ciudadano: el hurto, la polución, el estrés, el trancón, la nenita bella, el pelado rico, las peleas de pareja, la droga del loquito, el intento de bronca, el filo del hambre, la necesidad de refugio, la vulnerabilidad de la intemperie, las flores vistas desde el otro lado de la florería, los edificios que escalan el cielo gris, la bulla del comercio y la energía del mentiroso, las campanas de la iglesia, los olores del incienso y el chunchullo, la muchacha que toca guitarra clásica sentada en una banquita de niño, las droguerías abiertas toda la noche, la luz de las clínicas y los hospitales, los crew dándole a la marihuanita, el que está envuelto en periódico con su tarro de bóxer, los borrachos que salen de las whiskerías. Flechas que cortan la monotonía y nos escupen directo a la cara.
——–La herida penetra y también se disfruta ―por algo dirán que el punto G del hombre se encuentra en el culo―, aunque es seguro que también las heridas son partes erógenas, igual de trastocadas por las flechas, por el peregrinaje de muchos cariños, la soledad interna que cargamos a cuestas y el arrume de ansiedades producto del capitalismo. Por eso, antes de salir en busca del horror que no se nos ha perdido, deberíamos recordar que la única patria es nuestra cama y la única propiedad privada, nuestro cuerpo ―y ni eso, porque a la cama le abrimos fronteras para recibir refugiados y al cuerpo lo cedemos por derecho de posesión a través del tiempo a algún otro ser humano que nos permita las mismas libertades en su cuero y en su tierra―.
——–San Sebastián, entonces, es el ambiguo personaje que nos brinda en su historia de mártir la estructura perfecta entre el aburrimiento, al que nos metemos como ciudadanos, y la búsqueda y recompensa de esa ansia de horror al compartir con nosotros sus flechas, obligados a vagar, errantes cautivos por falta de plata o exceso de miseria ―y ojo que la miseria es todo menos material―, viendo morir los ojitos del tríclope semáforo que, a regañadientes, alumbra la sobriedad de la masa que lo mira con rabia, lo mismo que la masa nos vomita a diario.
El autor
Jorge Alejandro Llanos
Periodista e historiador de arte