Mejor el silencio
Shannon E. Casallas Duque*
Las palabras surgen a partir de la necesidad de nombrar todo lo que existe para poder entenderlo, sea material o inmaterial. A medida que la humanidad evolucionó y la vida cotidiana se complejizó, el hombre se vio en la necesidad de bautizar todo aquello en lo que puso mano, mente y corazón. Ha sido este el camino que nos ha vuelto dependientes de las palabras y sus sistemas categóricos: alcanzamos interpretaciones mayormente erróneas, creamos malentendidos en la comunicación y terminamos perdiendo el rumbo en la comprensión de aquello que intentamos entender.
En el lado opuesto del espectro encontramos el silencio, que tiene la particularidad de dejar todo claro sin siquiera proponérselo. Aunque debemos ser realistas, el silencio por sí solo no hace nada y son las situaciones en las que existe junto con las acciones de los silenciosos lo que permite identificar y descifrar el mensaje. Encontramos en el arte y sus diferentes expresiones tales como la pintura, escultura, danza, cine, etc., maneras en las que el silencio es un medio de comunicación más efectivo que las palabras y más significativo a la hora de expresar contenidos sobre la condición humana. Teniendo, entonces, la idea de que el silencio es preferente a las palabras en varias formas de arte, este texto tiene como propósito explorar la vida que aporta la mudez a las producciones cinematográficas actuales, demostrando, así, que antes de elegir el diálogo es mejor el silencio.
Alrededor de tres décadas después de que los afortunados pudieran ser testigos del nacimiento y la consolidación del séptimo arte, tuvo lugar un momento evolutivo en el que el audio fue posible y, entonces, existió la posibilidad de profundizar en la historia por medio de la “materialización” del inconsciente y subconsciente de los personajes y del mismo contexto. Adicionar el sonido a la trama en complemento con una secuencia de imágenes le dio la posibilidad al espectador de detectar pistas que enfocaban la narración. Sin embargo, un siglo más tarde, y cansados de la saturación de diálogos inútiles y sobrevalorados, vemos cómo los miembros de la industria lentamente dan vuelta y evocan un pasado taciturno, significativo y expresivo por lo que muestra, mas no por lo que en él se dice.
El cine mudo tuvo su apogeo en el siglo XX, más exactamente entre 1888 y 1920. En un momento en donde los recursos audiovisuales y sonoros estaban en un crecimiento disímil para los fines propuestos; secuencias de imágenes proyectadas en auditorios con carteles y música en vivo se convirtieron en el entretenimiento por excelencia. Quienes asistían se convertían en cómplices visuales del desarrollo de la industria en las ciudades, los robos a los trenes de carga, la aristocracia tomando el té, los trabajadores saliendo de las fábricas, el sueño cumplido de conquistar la Luna para, finalmente, ser espantados por un tren proyectado en la pantalla aproximándose a toda marcha.
La edad de la pantalla de plata, como es conocido este periodo, vio las creaciones breves y detalladas de intrépidos visionarios que tomaron la vida diaria como inspiración y fueron lo suficientemente perceptivos para entender la intensidad y durabilidad de la imagen sobre la palabra en una historia. Si bien los pioneros del cine, entre los que se encuentran los reconocidos hermanos Lumière, Le Prince, Méliès, Keaton, Chaplin, Porter, por nombrar algunos, tenían orquestas y avisos a modo de subtítulos, su fuerte fue la consolidación audiovisual; el estudio de una imagen que fuera narrativa por sí sola y no necesitara de asistencias adicionales para su entendimiento. La fotografía debe entonces resumir el sentido de mil palabras siendo un camaleón con colores bien definidos.
Luego, como resultado del avance tecnológico de la industria, vinieron las producciones cinematográficas con sonido y con ello, la adaptación del séptimo arte para su “crecimiento”; aun así, nunca se ha alcanzado tanta calidad narrativa en el cine como en sus orígenes. Ahora, después de décadas de explotación desmedida de los recursos disponibles, el séptimo arte empieza a retomar su origen silente. Así se demuestra que la falta de palabras abre una gama de posibilidades que deben ser exploradas porque le permiten a la historia dejar de lado las petulancias del habla y confiar en la imagen para transmitir el mensaje.
En tiempos actuales, hemos tenido cintas como The Artist (2012), del director francés Hazanavicius. Esta película silente dio una sorpresa a espectadores y críticos al honrar, de modo elegante y sentido, al cine mudo. Esta producción en blanco y negro combinó a la perfección el talento de sus actores, quienes fueron capaces de regenerarse en cada escena, transformando sus rostros en máscaras que hacen un guiño único a la emoción del momento. Con el diseño de vestuario, tuvo la osadía de transportar al espectador a los años dorados del cine de glamour y en su simpleza suplió sutilmente de textura a actuaciones memorables. La utilización de locaciones construidas con extremo detalle, así como planos generales, primeros planos y transiciones generaron nostalgia en la audiencia. Finalmente, la banda sonora a manos del compositor francés Ludovic Bource creó el dramatismo y la ligereza de una cinta digna de ser llamada “un clásico”. La combinación de estos cuatro elementos trasladó a la audiencia a otra época y la hizo cuestionarse sobre la utilidad del diálogo para entender una historia.
Encontramos luego The Tribe, película ucraniana dirigida por Myroslav Slaboshpytskiy en 2014, que utilizó en su totalidad lenguaje de señas ucraniano y no incluyó subtítulos. Los jóvenes actores fueron arcilla de la más alta calidad al momento de encarnar con su cuerpo y su rostro una gama de emociones intensas y llenas de pulso, encontrándose con la melancolía del amor imposible y el odio homicida en cada giro de la cámara. El contraste del silencio durante la película, que genera un sentimiento de inhabilidad y claustrofobia, con la gesticulación manual del lenguaje de señas es un baile que encanta al espectador de principio a fin. Emociones universalmente conocidas que se palpan en las imágenes son suficientes para hacer que el espectador recobre un nivel de interpretación y detalle con más precisión lo que frente a él se expone. Análisis.
Con sus cintas The tree of life (2012), To the wonder (2013) y Knight of Cups (2015) Terrence Malick explora a profundidad la narración de historias con muy poco diálogo y una fotografía que habla por sí misma. Aquí, el silencio toma la mayor parte de dirección en la historia y nos permite explorar la esencia de la experiencia humana desde lo gestual, lo visual y lo sensorial. Todo esto es posible con el impecable trabajo de fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki: acercamientos a los actores en ángulos que recuerdan La noche estrellada de Van Gogh y planos abiertos que se enfocan en el ambiente natural donde las escenas toman lugar o se vuelven un puente de transición, estos son claros ejemplos del silencio y la imagen volviéndose el centro de atención para darle al espectador la oportunidad de vivir el cine de una forma diferente. Las palabras quedan de lado y la falta de sonido permite la lectura del subtexto, dentro de las imágenes que llevan a la narración un paso más allá y se despojan del tedio que deviene de las conversaciones en dos sentidos llenas de palabras traicioneras.
Más recientemente tenemos a The Revenant del director Alejandro González Iñarritu. Tal vez resulte monótono para los cinéfilos el nombrar esta cinta que se estrenó a finales del 2015 en Estados Unidos y a principios de 2016 a nivel mundial, puesto que, desde entonces, ha tenido titulares por su dirección, fotografía y actuaciones; no obstante, es necesario mencionarla para propósitos de la idea aquí expuesta. Poniendo de lado la atención bien merecida que tuvo la película, la adaptación del Renacido a la pantalla grande nos provee de poco diálogo y expresiones humanas básicas que habíamos olvidado entre tanto narcisismo hollywoodense. Los territorios vírgenes de los extremos del globo, hostiles para la supervivencia humana, fueron el escenario ideal para que DiCaprio, entre gritos, ruidos, rugidos de rabia y aflicción, nos recordara que las palabras elegantes sobran cuando se puede ver la agonía, el agradecimiento, el temor y la angustia en un rostro y un cuerpo desdoblándose como evidencia de todo aquello que no se ve a simple vista, pero que existe. Las palabras están empezando a sobrar en un arte que está retomando su naturalidad audiovisual y dejando a un lado su parquedad gastada de explicar todo con diálogos.
Deberíamos entonces ver el silencio en el cine actual, y ojalá en el futuro, como una oportunidad de valerse de otros elementos tales como la fotografía, gamas cromáticas, construcción de personajes, locaciones, etc., para contar una historia sin la obviedad que trae el uso excesivo de las palabras que tienen la tarea de explicarle al observador lo que debería ser claro con una imagen. El cine, como una forma de creación regenerativa, en técnica e historia, está recuperando su condición, buscando construir una representación visual a través de contenidos significativos tanto para los actores como para los espectadores, despojándose de palabrería improductiva. En este sentido, se demuestra cómo el silencio es funcional por sí solo, tanto en el ideal como en la realidad.
*(Bogotá, Colombia)
Especialista en Infancia, Cultura y Desarrollo.
Licenciada en Educación Básica con Énfasis en Ingles.
paris_606@hotmail.com
Ilustración por: Daniel Duque – Francisco Bernal