Alba inmarcesibleVoz y verbo

Los cigarros de Doña Piedad

Los cigarros de
Doña Piedad

Por:

David Andrés Niño Moros. (Bogotá 1990)

Un cuento en el que humo se transforma y nos invade. "Por eso, a todas las comidas y bebidas se les impregnó la esencia del tabaco, se estaban macerando con aquel fuerte y amargo tufo a viejo."

La madrugada del jueves 03 de Marzo llegó a la pequeña tienda de Doña Piedad un cargamento de 50.000 cajas de cigarrillos, en cada caja venían 12 cartones de 10 paquetes con 18 cigarrillos cada uno. Eran cigarros baratos de una antigua marca local que se estaba descontinuando y, por eso casi se estaban regalando. La vieja al ver el precio de los cigarros se emocionó e hizo cuentas, sólo tenía que vender menos de una quinta parte del producto para recuperar la inversión inicial. Aunque no era mucho lo que tenía que pagar por el tabaco, seguía siendo una considerable suma. Igualmente se sentía confiada. Ese mismo jueves exhibió en las estanterías de su tienda aquellos añejos y antiquísimos cigarros sin filtro.

Entrar en el local de Doña Piedad era exponerse no sólo a una tormenta de publicidad tabaquera, sino a una tormenta de sensaciones. No se podía salir de aquella tienda sin haber visto, olido, probado o tocado por lo menos un cigarro, incluso hay quienes dicen haberlos escuchado hablar. Ya era costumbre el hecho de ir por una bolsa de leche, unos cuantos huevos, un pedazo de panela o unas pastillas de chocolate y, salir con un cigarrillo entre los dedos o directamente en la boca. Como era tanta la presencia del tabaco, las frutas, los vegetales, los lácteos, los dulces y los granos, se vieron obligados a compartir sus estanterías, frascos y neveras con unas cuantas cajetillas en los costados, no había un hueco sin un paquete de cigarros.

Por eso, a todas las comidas y bebidas se les impregnó la esencia del tabaco, se estaban macerando con aquel fuerte y amargo tufo a viejo. Gracias a la tiendita del barrio, el desayuno, almuerzo y cena estaban siempre acompañados del espíritu del cigarrillo, y, además de eso, un cigarrillo. Pronto, el gusto de todas las comidas caseras había sido invadido por el humor del tabaco, así, comer empezó confundirse con fumar, la gente no sabía hallar una diferencia; los bananos, el bocadillo, el café, la arepa, las lentejas, las tajadas, el jugo de papaya, el arroz con leche, el aguacate, la yuca y hasta la papa, todo…, todo tenía sabor a fumar.

El barrio se vió bombardeado de cigarrillos, el emprendedor asedio de Doña Piedad había funcionado, todos fumaban, desde los más niños hasta los más ancianos. No era extraño ver a un abuelo y su nieto salir de la tienda compartiendo el vicio. Fue en cuestión de unas pocas semanas que el éxito del local de Doña Piedad llegó a tomarse la localidad entera. La gente estaba dispuesta a hacer largas caminatas de cuadras y más cuadras en búsqueda de los famosos cigarrillos, y efectivamente era así, mujeres y hombres hacían recorridos aún más largos que los de los nómadas por media calada del tan codiciado humo de tabaco.

El coqueto humo bailaba una danza al son de la fumada y del viento —la ansiedad ponía el ritmo y los pulmones el salón—, los evanescentes hilos parecían imponentes causes musicales que se extremaban desde el alma del fumador. Los labios se habían enamorado de cigarro, y ellos, tórtolos, no hacían más que repartir humeantes besos a diestra y siniestra.

Parques, colegios y callejones, se cubrieron con una fina capa de ceniza gris que, por más que se limpiara, barriera, lavara, aspirara, soplara el viento, pateara o paleara, no había forma de quitar de encima, ni de la calle ni de la piel. Ahora, el contacto físico se veía interrumpido por aquel calcinado disfraz. Se trataba de una especie de tela supremamente delgada y suave, ya la ceniza se había enfriado y aplanado, era casi una delicada pluma de ángel que se sobreponía entre las gentes y las cosas para evitarles la grima que produce el roce. La cubierta gris que se había pintado de la noche a la mañana había inhibido el tacto cotidiano, por eso, mucho de lo que antes se sentía con la carne ahora se sentía con la intuición.

En cada superficie se podía palpar eco del sonido del papel quemándose y el tabaco haciéndose polvo; si se guardaba el suficiente silencio y se pegaba la oreja al suelo, se escuchaba el crujiente respirar del gris cenizo. Eran manzanas enteras a la redonda donde una crepitante vibración ardía, era como si alguien estuviese fumando, aún cuando nadie estuviese fumando… En ese momento la gente se dió cuenta de que nadie estaba fumando, pero de alguna extraña forma se sentía una gran calada en el éter.

Hubo un tiempo en el que se sintió un enorme alivio colectivo, quién sabe de qué vaina, pero de algo, todos iban con el pecho inflado. Un extraño y pesado mareo iba empujado a las personas como bultos, quienes, torpemente, caían uno sobre otro con el alivio de estar envueltos en ceniza y no sentir el contacto. Una satisfactoria inconsciencia tomaba cada vez más fuerza, la ciudad se había sumido por completo en el ensueño del ahogo y el desequilibrio homeostático.

No obstante, el extraño arrullo duró tan sólo una noche. La mañana siguiente la gente despertó envuelta en una intensa llamarada de flamígeros gritos. Los cigarrillos que Doña Piedad había empezado vendiendo en su barrio resultaron haciendo de la ciudad un enorme cigarro que, en ultimas, termina prendiéndose como cualquier otro, porque siempre se necesita prender otro más.

El autor

David Andrés Niño Moros

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