Cantos AbisalesVoz y verbo

Antes de preguntar, dispara

Antes de preguntar, dispara

Juan José Díez Gómez (Colombia, 1990)

«vi morir por mis disparos tantas veces como fui capaz de aguantar, hasta que sus recuerdos también se hicieron míos, verdugo y condenado en un mismo cuerpo, así se me partió algo adentro de mí que no sabía que tenía y que ya no podré volver a tener»

B —Buena pregunta, según yo, lo ideal sería empezar por Acerca de Nadar en los Ríos de Fuego de Heráclito, este que tengo aquí, de hecho, tiene un prólogo del historiador etíope Mohamd Tesfaye, donde cuenta la historia de uno que intentó quemar el templo en el que se guardaba la obra de Heráclito, pero el fuego con el que pretendía iniciar el incendio lo consumió a él antes de que pudiera atentar contra los pergaminos.

—Se oye interesante… ¿cómo me dijo que se llamaba?

—Acerca de Nadar en los Ríos de Fuego, aunque lo puede encontrar como Sobre Nadar en los Ríos Infinitos o también es muy común encontrarlo en ultranet como Los Ríos de Heráclito, porque si empieza leyendo Las Repúblicas de Platón va a perderse conceptos básicos de los fundamentos del pensamiento occidental.

—El libro no, usted, perdone mis malos modales, mucho gusto, Esní.

—Ah, qué despistado, me llamo Neqzo, mucho gusto.

— Entonces, Neqzo, ¿Hace mucho que eres librero?

—No, antes tenía un trabajo de seguridad, cuidando a los herederos de los oligarcas de la vieja ciudad, gente que quizá conozcas.

—Algo nos han hablado de la vieja en clases de historia, pero no es un tema que tenga claro.

—Hace tiempo Medellín estaba dividida por el río y sus quebradas. Entonces en una orilla del río predominaba un paisaje urbano con cierta unidad visual, mientras que la orilla contraria era del todo opuesta, y así al interior de las comunas y los barrios, las quebradas eran las líneas divisorias entre ricos, pobres, vivos, muertos y etcétera.

—¿De cuál río hablas?

—Del río Medellín. Era lo que hoy día es el caño que corre por debajo de la Ductopista.

—¿Todo eso?

—Más o menos. Recuerda Esní que Caldas no era una comuna como lo es hoy día, sino que era un municipio. Te hablo de la Vieja Medellín de antes del año de la Gran Ola de Calor.

—O sea, lo que hoy día es donde viven los miserables.

—No se llaman así y vos lo sabes, los jóvenes oligarcas parece que no tuvieran sentimientos. Mira, te contaré la historia de un miserable de esos, qué palabra más horrible. Se llamaba Yéfer, él nació poco antes de que todo se fuera al carajo con la Ola de Calor, en la cuna de la antigua clase media.

»Su familia se vio obligada a quedarse en la ciudad vieja a causa de una millonaria deuda que desde antes ya les dificultaba llevar una vida sin carencias. Sobrevivieron unos años como pudieron en la ribera del río envenenado al que luego se le daría la forma de la Ductopista, esto terminaría de arruinarlos. Allá abajo la comida orgánica se estaba volviendo un lujo, igual que el agua potable, la electricidad y la ultranet, por lo tanto la gente comía una vez al día o tan solo algunos días de la semana, y tenía que trabajar en labores manuales demasiado exigentes para sus cuerpos desnutridos.

»Yéfer sufría del síndrome de Hierofante, enfermedad que había adquirido trabajando en la Zona Amarilla y, como el costo del proceso de ionización desbordaba su capacidad económica, buscó ayuda en los submundos que bordeaban su vecindario. Un grupo de terroristas le ofreció pagar el tratamiento a cambio de asaltar el banco de semillas de los techno-aristócratas de la Nueva Medellín; el tráfico de semillas era muy rentable entonces.

—¿Terroristas? ¿No les habían sacado el cerebro a todos para convertirlos en buey-humanos? No sé si creer esta historia.

—Te estoy hablando de cosas del pasado, recuérdalo. En fin, que Yéfer no tenía ni idea de cómo robarse una moneda, pero su enfermedad le otorgaba el poder magnético de adherirse a las superficies metálicas, material presente en la fachada de los edificios-invernaderos.

—Qué mentiroso, si una persona tiene el síndrome de magnetismo cutáneo de Hierofante tiene que estar cubierta por una cota de cobre, porque si se le llegara a pegar un dedo de un tornillo sería imposible despegárselo hasta que ionicen a dicha persona. Eso no es un poder. Si se pega a una pared metálica ahí se va a quedar pegada hasta que se muera.

—No imaginaba que supieras tanto de la enfermedad.

—Es que así murió mi nana.

—Lo siento, no era mi intención…

—Nada. Sígueme contando, quiero ver cómo se te cae este cuento.

—Ya verás que no. Los terroristas le dieron a Yéfer una cota de cufe, lo que es una aleación de hierro y cobre, de esta manera podía moverse con relativa libertad sobre superficies magnéticas. Entonces con todo el respaldo que recibía de los terroristas, Yéfer se aventó a la acción la primera noche de fin de año, trepó las paredes del primer edificio-invernadero que encontró con la ayuda de su cuerpo imantado; sin embargo, a nadie se le ocurrió que su mal olor pudiera ser un inconveniente para el plan.

—¿¡Qué!? Lo van a coger por cochino. Qué tanta mala suerte hay que tener.

—La cota de cufe le permitía pegarse y despegarse de las paredes de metal a voluntad, pero a medida que avanzaba iba dejando tras de sí un rastro pestilente, semejante a… no sabría cómo describirle un olor así a alguien como tú… un heredero más de los privilegios que… bueno, nada.

—Supongo que lo peor que he olido ha sido la comida que preparaba mi nana. Ella venía de una región del país de la que ya no me acuerdo, lo que sí tengo muy presente son los caldos a base de queso salado y pescado seco que preparaba al interior de su habitación en la cava de la casa de servicio, el olor ascendía como una miasma, imagínate un moco invisible con voluntad propia y la capacidad de extenderse por todas partes al mismo tiempo. Todos teníamos que irnos hasta que ella terminara de prepararse esa comida.

—Imagino que puede ser un olor aproximado… qué caso tiene… bueno, te sigo contando, luego el viento arrastra hasta las narices de los guardias el olor a caldo de queso y pescado y ya puedes imaginarte el resto. El equipo de vigilancia se dividió en dos, unos subieron hasta la terraza y otros se fueron a revisar las escalas, pero ninguno pudo encontrar a Yéfer. Alguien más revisaba las cámaras sin que viera nada sospechoso. El edificio-invernadero parecía a salvo, aunque la peste a aliento famélico permanecía en el aire.

—¿Perdón?

—Esní, hablo del hambre que te pudre los órganos con tal de que tu estómago pueda alimentarse con tus tripas para que al menos tu cerebro y corazón no dejen de funcionar, algo que quizá tú no hayas experimentado en toda tu vida. En fin, Yéfer tenía que subir hasta la terraza porque allí se almacenaba el musgo, así que era cuestión de tiempo para que se cruzara con el equipo que lo fue a buscar allá.

»A Yéfer lo traicionó su desaseo estridente una vez alcanzó la cima de su ascenso y antes de que él pudiera reaccionar, le disparó uno de los guardias que allí lo esperaba.

—¿Pero, qué me estás contando? No imaginé que esta historia fuera a tener un final así de horrible, la pregunta que te hice no era para tanto.

—Lo siento, de verdad, me dejé llevar, es que volver a aquella noche despierta sentimientos amargos y me renueva el respeto que Yéfer se merece. Yo no puedo mentir u omitir detalles de esto.

»Después de matarlo, me dio por meterme a su tele-retina antes de que esta se dañara por la muerte de su usuario, de esa manera pude conocer todo esto que te acabo de contar, conocí a su madre a través de sus ojos, a su hermana, su barrio y sus penurias, y además lo vi morir por mis disparos tantas veces como fui capaz de aguantar, hasta que sus recuerdos también se hicieron míos, verdugo y condenado en un mismo cuerpo, así se me partió algo adentro de mí que no sabía que tenía y que ya no podré volver a tener. No era necesaria aquella lectura con ladrones de su tipo, por más que lo pienso, no sé por qué lo hice; al final del turno cinco de nosotros desapareceríamos su cuerpo como con los anteriores a él, arrojándolo a la procesadora de composta que alimenta los musgos. En fin, que viendo y comprendiendo su historia entendí que el ladrón no era él, sino otros como… qué caso tiene… por eso renuncié, no podía seguir siendo cómplice de aquella barbarie silenciosa.

»“Antes de preguntar, dispara”, decía el lema con el que me entrenaron en la academia de seguridad, lo que no me ensañaron en la academia fue que no es posible matar dos veces a la misma persona, que nadamos en ríos de fuego que se bifurcan y desembocan justo detrás de nosotros, siendo nosotros también otros. ¡Blam!

—¡Oh! ¡Me diste! Jajaja, te perdono, pero no vuelvas a contarme una historia así hasta que nos conozcamos mejor.

—Blam.

El autor

Juan José Díez Gómez

Juan José Díez Gómez

Diseñador gráfico y bibliotecario escolar

Juan José Díez Gómez

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