Pequeña muerte
«La embiste en posición de misionero tal como lo ha hecho con sus anteriores amantes. Piensa en ellas al mismo tiempo y se paraliza, se contorsiona, se contrae exultante de placer y sintiéndose cada vez más pequeño»
Aldo es el mejor escritor que conozco. A veces me pregunto si es mejor escritor que yo. Hay un punto en el que no importa, en el que de lo que se trata es de estar a la altura de su generosidad. Llama en medio del huracán Blake. Pese a la inminencia del cataclismo, se toma el evento con el mejor humor del mundo. Habla del teniente Carl, un anciano demacrado y ornamentado con tatuajes de tinta negra y que además perdió la pierna izquierda en algún escarceo. Cual pirata de nuestros tiempos, estuvo en todo el ojo del Blake, guarnecido entre una humilde barcaza anclada apenas con amarres de la ensenada, y además resultó ileso. El teniente recibió una colecta virtual de más de 80 mil dólares. Aldo en serio se lo toma a broma. El Blake no hace mayores estragos en las calles del pequeño pueblo sureño de fincas y pantanos infestados de serpientes y caimanes donde Aldo vive. Algunas cercas salieron a volar, algunos barrios inundados, un par de árboles de antaño desprendidos de raíz. Lo normal, lo de siempre. Las discusiones con Liana, su esposa, se limitan a decidir si ver televisión o escuchar música. Al final se disponen, en silencio, a calificar composiciones de sus estudiantes de español, conflictuados con verbo gustar y sus tan peculiares pronombres de objeto, pero principalmente con el modo subjuntivo de las oraciones cebolla, el modo que por días los deja en un mundo subjetivo en el que el presente indicativo de las cosas deja de existir para ellos. Pragmático, a la usanza americana, pasa a revelar lo que se le ocurre de pronto, contemplando la tormenta que empieza a arreciar. Se le ocurre un cuento a varias manos que por puro capricho empiezo yo. Vaya, nada de premisas, nada de quién podría participar del ejercicio de estilo. Se empecina en la idea y ya. Así suele ser Aldo. Además, llamar en medio de un huracán sólo para eso… Ni modo, aquí estoy siguiéndole la corriente. Le he advertido que llevo algún tiempo dándole vueltas a una historia de terror y que si escribo narrativa no es más que para sacarme la fijación de la mente. Escribir una historia de terror, a varias manos, si es preciso, con tal de no recaer en poemitas de amor o, peor aún, en poemitas panfletarios. Aldo conoce la importancia de la idea. Acepta una historia de terror y cuelga. Sigo lavando la ropa, a mano, como lo he hecho todo siempre, incluso al redactar estas cuartillas. Salgo a trotar, a comer moñona con jugo de guanábana y a beber el primer tinto del día. Me doy un duchazo y mientras me inspiro leyendo a Ciorán, con eso de que la filosofía es una prostituta, llamo a Ángela, mi Angelita. Hablamos de cualquier cosa por horas como hacen los enamorados. Antes de colgar, me pide que le escriba algo muy bello para su novio y algo sucio para su amante. Vaya, si haces algo bien ándate con cuidado. No creo que a Ángela ni a sus enamorados ni a Aldo ni a Liana les guste la historia que viene a continuación, pero no se le puede dar gusto a todo el mundo. Para escoger lo que quiere leer, bien puede ir cada quien a una biblioteca. Puede que la presencia de todos estos, aunque sea de modo telefónico y a larga distancia, me anime a escribir en tiempos cuando lo normal es bloquearme. Que Aldo llame y me den ganas de cometer todos los excesos de agradecimiento con él y con Liana. Que llame Ángela y me sienta capaz de las más lacrimosas elegías de chandoso y pueril amor romántico. Nada de eso es gratuito. Seguro que estoy más que en deuda. Así que aquí estoy, caprichoso y berrinchudo, dándole vueltas a una historia de terror. Esta es la premisa: digamos que hay una primera cita; A es la chica de los sueños de B; B, el chico de los sueños de A. Se pasan de tragos y terminan, como es de esperarse, pernoctando, retozando y haciendo toda clase de acrobacias en la habitación de A, o de B o en un AirBNB o en un cuarto de un hotelucho o de un motel. A la mañana siguiente uno de los dos ha muerto. Ángela dice que el muerto debe ser B; Aldo, que A; Liana dice que la historia se pone buena. Todos preguntan si me inspiro en alguien en especial para escribir tal tipo de historia. Les digo que el infierno son los otros, que el personaje es un arquetipo que bien puede coincidir con cualquier persona, funjo de jungiano. Supongamos que la muerta es A, algo que puedo imaginarme. A los ojos de B, toda la belleza de A se convierte de pronto en una pesadilla. Pero B no es del todo un patán. Llama a la línea de emergencias. Llora. Se da unas vacaciones en la cárcel. Es absuelto. No logra olvidar lo que pasó con A, pero tiene la oportunidad de empezar de cero. Consigue un nuevo empleo, compra un nuevo automóvil. Conoce otra chica en la barra de solteros de un antro cualquiera. Le gusta su nombre, también se llama A. La invita a varias copas antes de llevarla a su habitación o a la de A, la de la primera A, o a un AirBnB o un hotel o un motel. Al despertar, comprueba que A está muerta. B esta vez supone que ha sido él quien la ha matado. Revisa el cuerpo de esta segunda A. No tiene la más mínima idea de cómo ha muerto. Deja el cadáver entre las cobijas y sale a caminar para tratar de despejar la cabeza. Se pregunta si es que acaso su forma de hacer el amor es lo que acaba con las mujeres. Al principio le causa gracia la idea, ridícula y machista. Luego le aterra y, finalmente, cierta fascinación mórbida lo lleva a una casa de lenocinio para saber si tal cosa podría resultar posible. Llama una dama de compañía escogida al azar, de nombre X. Acuerdan el precio del servicio y en cuestión de segundos están desvestidos ejerciendo los rigores del amor. B rehúsa venirse en la boca de X. La embiste en posición de misionero tal como lo ha hecho con sus anteriores amantes. Piensa en ellas al mismo tiempo y se paraliza, se contorsiona, se contrae exultante de placer y sintiéndose cada vez más pequeño. Por un instante, sólo puede tomar aliento y escuchar el sonido de su propio jadeo. Pero al recuperarse de su pequeña muerte, horrorizado, contempla el cuerpo inerte de X. La intenta reanimar, se viste, se pone las manos en la cara mientras escucha a la alcahueta que le ordena salir de inmediato de la habitación. Así empieza esta historia. A mí me aterra, pese incluso al verla escrita y saber que no se trata más que de palabras. Palabras, palabras, palabras. Me aterra el esbozo, me aterra a dónde puede llegar. La ficción es una puerta que hay que dejar abierta, hay que llevarla hasta sus últimas consecuencias. ¿Qué podría suceder entonces? B escapa de la justicia, pero la culpa lo lleva a emascularse a sí mismo. Vaya, es en serio una historia de terror. Si el muerto hubiese sido B, A se habría rajado el clítoris. El psicoanálisis sigue siendo un ejercicio de estilo. En este punto, para omitir la reflexión invasiva, se requieere lo que comúnmentem se denomina en cine un giro argumental. Habrá que recurrir a la ciencia ficción. Así las cosas, podremos suponer que B resulta finalmente atrapado, pidiendo ayuda en la línea de emergencias, pues no quiere morir desangrado de su cintura para abajo. Lo auxilian, lo procesan nuevamente, pero ante lo insólito de los hechos presenciados y testimoniados, B resulta absuelto y, además, recompensado con el implante de una nueva verga fabricada en masa. Con este nuevo implante, B vislumbra con nostalgia la oportunidad de conocer el amor una vez más. De hecho, conoce a varias chicas. Los implantes de verga son muy populares en la escena underground. Es algo exótico y radical. En un contexto de ciencia ficción, incluso, pocas personas se atreven a tanto. Sin embargo, los escarceos, los atarbaneos, la mancillación, no consiguen la satisfacción de B, quien reflexiona a menudo que aquello que antes le causaba ternura ahora sólo le causa sordidez. Siente náusea de los cuerpos, destino irrecusable de su propio cuerpo; siente asco de su corporeidad, de su realidad excremental y su continuidad escatológica. Lee a Artaud: «El hombre hubiera podido muy bien no cagar / no abrir el bolsillo anal, / pero eligió cagar /como hubiera elegido vivir /en vez de aceptar vivir muerto». Se pregunta por qué tantas personas tienen implantes genitales sin ninguna necesidad, también él mismo que, eunuco por voluntad, se siente contrariado por el sistema y su implante de verga. Se embriaga, se fuma una cajetilla entera. Deviene en la máscara de su propio personaje, cumple alto su papel en la sociedad. Se adhiere al sindicato de artistas escénicos, asistiendo a marchas matutinas cual fiel agremiado, firmando contratos en películas pornográficas. Atrae el interés de una chica que se masturba con sus videos a escondidas, que adquiere ese delicioso placer culposo. Es una chica hermosa, demasiado joven para una historia de terror para adultos. No tiene ningún implante, no tiene fobias ni fijaciones, y su único delirio se deriva de jornadas de masturbación ante el tocador; se sofoca pensando en subirse la falda y sentarse menstruada en un plato de leche fría. Se diría que es una chica inocente. Llamemos a esta chica Z. B y Z acuerdan una cita. Z es la chica de los sueños de B; B, el chico de los sueños de Z. B omite todo lo narrado hasta acá. Se ingenia el alter ego de un odontólogo santurrón. Mira a Z. Z se traga el cuento, y se da cuenta con admiración de que B quiere cepillársela de otra manera. Quiere retar la potencia de su aparato. Z y B terminan en la habitación de uno de ellos o en un AirBnB o en un motel. B se asegura de hundir sus dedos en los labios de Z tanto como de hundir sus dedos en los botones camuflados de su implante de verga, implante indiferenciable a simple vista de cualquier verga normal y anatómica. B pone al máximo todas las funcionalidades del mecanismo, haciendo que Z delire de placer, sin que B experimente la más mínima satisfacción. Z se queda dormida en los brazos de B, quien, energúmeno, la sigue embistiendo robóticamente, hasta que un aneurisma apaga todo el sistema al que hemos denominado B de forma definitiva o, por elegancia lógica, al menos de manera indeterminada. Al despertar, Z encuentra a B muerto. No es una mala chica; se diría que llega a ser aún algo inocente. Así que llama a la línea de emergencias. Pasa unas vacaciones en la cárcel. La historia se repite, se torna circular, se cierra. Mostrando un ejemplo ilustrativo de la distopía de un mundo en el que los seres humanos se amputan el sexo, muriendo de amor secretamente, exultantes de culpa, endeudados de antemano a un sistema que espera el sacrificio de cada ser humano que está en la vitrina, dispuesto a la manera de una mercancía. Como sea, un cuento a varias manos requiere otro giro. Z escapa, se rebela, decide que no está bien practicar una ablación. Se encierra. Se masturba a solas, convive con la restricción de no tener sexo más que consigo misma, pues si alguien debe morir es ella y nadie más que ella. Aquí la historia empieza a tener cuerpo. Queda, seguro, en buenas manos.
***
Si no se trata de escribir la mejor obra, no vale ni la pena intentarlo. No tiene sentido el desgaste de neuronas, de hormonas, rastros de tinta que quedan sobre el papel como contrapartida de cada frase, de cada letra, tilde y caracter. Si seguimos el juego algebraico que postula K —mi amigo—, Z no es más que la culminación de sí misma, una chica ególatra, narcisista, chauvinista. «Demasiado joven para una historia de terror para adultos», sostiene K. Podríamos deducir que Z es una menor de edad. El peligro es inminente. Hay que admitirlo, el texto es un desastre. No puedo participar en el ejercicio, aunque agradezco, desde luego, el apelativo cortés de «mejor escritor». K suele decir que él no es más que nadie, pero que tampoco menos. Se equivoca: si no aportas, si no brindas lo mejor, restas, sustraes, eres menos. Espero brindar a continuación mi mejor esfuerzo, volver del vértigo narrativo de la prosa de K con algo de frugalidad estoica. Si construimos el prontuario de la heroína, podríamos sugerir que se trata de un personaje que en el momento de los acontecimientos tiene exactamente 17 años, 11 meses y 28 días en el mes de febrero de 2024 y cuyo pasatiempo es la masturbación. Es una actriz de teatro, aquella que jugaría el papel de Godot en su futura obra y que aún sigue esperando su turno de aparecer en el escenario. Quizás por eso ha empezado a actuar de manera tan errática. Pasó por tantos años de academia: primero los soliloquios hamletianos ante el espejo, luego los años de travestirse cual Rosaura de De la Barca y terminar convencida de que La vida es sueño. Ahora no le resta más que recurrir al onanismo. Lo que nunca imaginó es que, durante su último escarceo en el mundo de la actuación ejerciendo en una casa de lenocinio, se lanzaría al mejor estilo de Ofelia sobre su cliente predilecto, casualmente K, quien acababa de adquirir uno de esos implantes de verga mencionados anteriormente. Ante su asalto a K, Z termina por romper la quinta pared, de modo que su onanismo es artífice de un corto circuito en una de las células recargables de cobalto y litio en el aparato de K. Ante el exceso de retroalimentación, para ponerlo en términos cibernéticos, que implicaba ser una actriz de teatro con un papel fracasado, esta descargó toda su energía y frustración en el miembro de K. Esto los llevó a ambos a lo que comúnmente se conoce como un Feedback loop y a la posterior desactivación y recalibración total de K. En el proceso, K se libra de cualquier sentimiento de culpa o autoincriminación de actos delictivos de antaño, según se le habían metido en la cabeza desde que leyó la prensa amarillista en los estantes de la Carrera Séptima sobre la muerte de un tal B. Este B, según la columna, se había escapado a un pueblo sureño de los Estados Unidos donde funge de cazador y anda en una caravana con una vieja escopeta de esas de cartuchos y sin ejercer oficio alguno de los que típicamente realizan quienes cruzan ilegalmente la frontera. No obstante, al observar con detalle la foto blanco y negro, K se da cuenta de que, en efecto, está en primer plano, sin vida, este tal B, el doppelgänger de K—al menos el de la foto, sin lugar a duda. Por su parte, luego del incidente excesivo con K, Z opta por resarcir todas sus asperezas volviéndose matrona o alcahueta de su propia casa de lenocinio. Aunque no olvida que sigue esperando realizar su papel de Godot en la tarima, y que quizás ese día nunca llegará, ahora se siente más a gusto consigo misma. Ha acogido a todas las almas de mujeres y mujercitas errantes de Las Ferias, aquel barrio de Bogotá con una diminuta biblioteca a la que ella asiste para leer las obras que la llevaron al estrellato postergado. Claro está, también asiste puntualmente a la biblioteca para seguir reclutando o salvando almas de mujeres errantes que llegan allí para usar una computadora y buscar servicios varios en qué trabajar. A la última que reclutó fue a una niñera que había abandonado la escuela por eso de lo que hoy día llaman déficit de atención, pero que no es más que un desasosiego y aburrimiento profundo con la vida—déficit que se ve totalmente anulado a la hora de trabajar con sus clientes de la casa de lenocinio al ofrecer sus servicios tan destacados en el establecimiento. Este lugar que, aunque oficialmente no tiene nombre, pues su fachada es la de una casa cualquiera de esas con azotea y ropa colgada en las cuerdas, se le conoce como The Globe. Todos lo pronuncian así tal cual, como suena en inglés, en honor a Shakespeare, a pesar de solo haber oído hablar de este. Quizás por eso algunos dicen que se van a ver con un tal Shakespeare, o Chespirito, cuando salen disparados hacia el establecimiento luego de llegar a casa después de cumplir los oficios del día. «Me voy al primer acto del día», solía decirle K a su mejor amigo del barrio, Brandon. «Me tramó mucho la escena de anoche», comentaba su mejor amigo ante un tamal con pan y Coca-Cola en la panadería de la esquina. «Mi favorita siempre será A», continúa K. ¿Será la misma A con la que ensayé el libreto anoche?», pregunta Brandon. «Pues debe ser, pero sí no lo es, todas las A son la misma A, que vienen a ser también Z». Para ese entonces K leía mucho a Kafka y trabajaba con Herbalife, por eso lo de hacer conexiones tan a la ligera entre todas las damas de las casas de lenocinio que frecuentaba. Al carecer de alma de emprendedor, ejercía de bodeguero para Herbalife, cargando y descargando productos con los que la pirámide financiera se expandiría por el barrio Las Ferias y por el mundo entero. De esta manera, qué más da pasar un par de noches al lado de Z; K con su miembro descompuesto, los dos allí yaciendo quietecitos, los dos alcanzando, no el nirvana ni la muerte del ego, sino tan solo la aceptación de la espera misma, el sosiego de saber que, así como Godot jamás llegará, tampoco su aparato volverá a funcionar, pues ha tenido lo que vulgarmente se conoce como fractura de miembro. Y como es de esperarse, o como sucede con cualquier ecuación algebraica cuyo resultado está dado de desde un inicio: A es igual a X, X es igual a Z; y, en consecuencia, A es igual a Z—regla de inferencia lógica. Por reductio ad absurdum, Z viene a ser la misma Angelita. Por su parte, cada vez que K y Aldo se comunican vía telefónica, terminan por complementar las historias que cada uno cuenta, de modo que ya no saben distinguir si sus propios acontecimientos sucedieron del todo o si son producto de una ficción a larga distancia que siempre culmina con caimanes en pantanos, casas de lenocinio, riñas callejeras con vulgares poetas del país con más poetas por metro cuadrado que niños en la escuela, o tiros al aire hacia huracanes de categorías desastrosas. Lo cierto es que ambos envidian la vida del teniente Carl, quien quizás también es producto de una de sus ficciones compartidas. Es verdad que Aldo y K, cual piratas de océanos digitales producto de la larga distancia, quizás ambos sean el mismo B que llora con una A o una X o una Z inerte y sin aliento entre sus brazos.
El autor

Carlos Humberto Marín Marín
Escritor
El autor

Juan Manuel Martínez
Magister en Estudios Avanzados de Literatura Española y Latinoamericana
Juan Manuel Martínez
Magister en Estudios Avanzados de Literatura Española y Latinoamericana