Efigies de una sombra muda

Lizeth Barón Ruiz*

El sabor cobrizo del aire
perfuma las flores, los árboles, la tierra;
La melancolía purpurea
se posa en mi piel,
danzando entre mis dedos.

El llanto ébano y secreto
de aquellos hijos desterrados
del corazón de su madre mutilada,
se revelan ante mis ojos
al escuchar la palabra: Guerra.

G, de figuras grisáceas entre las ramas,
intangibles y amargas.

En una U, de estruendo carmesí,
cuyo aroma incandescente
se impregna en los oídos.

Ahogada la E de risas silenciadas,
en los fulgores desabridos,
y las entrañas incoloras.

Son los destellos ácidos y dorados de R,
el latir sangrante de los pasos que se esfuman,
el letargo tras el eco fúnebre y blanquecino.

Y otra R, los gritos endebles, ambarinos y sordos,
que se hunden en el humo espeso y pálido.

Allí A, la ausencia etérea y oxidada
donde las formas verdes, líquidas y viscosas,
se reencuentran con el soplo putrefacto del olvido.

La montaña languidece
al réquiem del soplo estéril
exhalado por el espectro ocre e irritante.

Un resplandor infecto cubre el lugar,
las imágenes acuosas se desprenden del firmamento furioso,
las lágrimas desgarradas y opacas salpican el suelo.

La brisa tenue susurra con pesar
los nombres amorfos
de aquellas voces vidriosas,
calcinadas por la lluvia ardiente.

La savia deformada
se asfixia en mi mente,
al sentir el olor de los himnos
desteñidos y extremistas
que petrifican la barbarie voraz.

Las efigies íntimas y vagas
nacientes de mi sombra ausente
me enceguecen con su perfume lívido
al escuchar la palabra: Guerra.