Catas y degustacionesInexorable nefelibata

El peso del humo

El peso del humo

Carlos Humberto Marín Marín

El peso del humo y el tabaco como excusa para indagar entre las olas de la intertextualidad y la presencia constante de Dostoievski.

 

H Harvey Keitel, quien interpreta a un entrañable tendero en una cigarrería de Brooklyn, Auggie Warren, en Smoke (Wang, 1995), formula en la primera escena una frase que pondría a cualquier fumador a buscar su mejor argumento acerca de la moda del tabaco o, si se quiere, mejor, pondría a cualquier cansado fumador pasivo a buscar el peor argumento para disuadirte del vicio de fumar. Auggie cada mañana toma fotos a la esquina de su negocio y es, en rigor, todo un contador de historias. Advierte que el cliente que tiene en frente es Paul Benjamin, un novelista. Aunque hemos estado escuchando una conversación entre los clientes de la cigarrería de Auggie, acerca de béisbol y nada más que de béisbol, Auggie afirma: «Los chicos y yo manteníamos una discusión filosófica acerca de las mujeres y el tabaco» (p. 23). Pero Paul, Paul Auster (1999), quien escribe el guion de la película y no el otro, que acaba de entrar en escena, Paul Auster, quien trabaja de la mano junto a Wayne Wang mientras este último dirige, procuró despojar su argumento de la más mínima derivación de la líbido masculina hacia las idealizables (o mancillables) mujeres. Pese a que Auggie, este gran personaje que además de atender una cigarrería la mayor parte del tiempo y de tener siempre un cigarrillo en la boca, aparece en varias escenas acompañado de chicas fiesteras, la verdad es que no transmite un mensaje que incluya a las mujeres, más allá de las noches de fiesta. Al contrario, Auggie, con todo y lo pervertido de sus andanzas, representa una condición ética tan abnegada que llegas a pensar que en realidad se trata de un santo asexuado. Mientras lo pesca la cámara en juergas orgiásticas de lupercal, acompañado de mujeres con evidentes voluptuosidades, Auggie se encuentra, al parecer, al margen de la mayoría de los conflictos humanos derivados del sexo. Ha perdido a su mujer en un atraco callejero y Rashid, a quien Paul da hospedaje y a quien Auggie brinda trabajo, crece con su abuela en una especie de orfandad que lo lleva a involucrarse en un delito como si ser huérfano de dos completos desconocidos fuese la excusa perfecta para que te conviertas en criminal. Auggie, en cambio, sólo le es fiel a su cigarrería. A primera hora está todos los días tomándole una foto a la esquina del local. Paul Auster consigue construir un personaje que se parece mucho a Aliocha, el tercero de los hermanos Karamazov, en la novela de Dostoievski. En su juventud, Auggie se enamoró de una de esas mujeres a las que solemos llamar fatales. Cómplice de un delito, el amor de Auggie paga la condena que merecía la mujer que decidió robar una joyería sin pensar que sería descubierta, o pensándolo, quién sabe, y que su amante, ignorante y del todo inocente, se adjudicaría el crimen. Luego de pasar largos años en prisión, Auggie continúa su turbulento y solitario envejecimiento detrás del mostrador de su cigarrería en Brooklyn. El tiempo no ha sido menos drástico con la amante cleptómana de Auggie, Ruby McNutt, protagonizada por Stockard Channing, a la que encontramos frente a la barra de la cigarrería, con un parche en uno de sus ojos, diciéndole a Auggie que tiene una hija suya, además embarazada y seriamente pegada al crack. Auggie, que es todo un santo, le suelta todo el dinero que lleva consigo y las chicas desaparecen de su vida de nuevo. No sólo Ruby, su antigua amante cleptómana con un parche en un ojo y su supuesta hija embarazada y pegada al crack, sino todas, porque sin dinero, no puedes acceder a las mujeres ni si quiera de la forma en que Auggie se ha habituado. Lo único estable, de principio a fin, para Auggie, es su cigarrería, como es estable su cigarrillo en la boca. No, Auster no toma riesgos con su argumento. Tampoco lo hace, según me parece, Julio Ramón Ribeyro. Ese Sólo para fumadores bien parece un sólo de trompeta, ya que la mujer de Julio no sólo no aparece, sino que cuando lo hace es sólamente para ayudarlo a escapar del hospital. Todo, como quien dice, con la frialdad de Los Andes. Mal han hecho en publicar una foto suya jugando con un balón de fútbol mientras se consume entre sus dedos el chicote encendido. Si hay frase que me revienta es esa del jugador de fútbol, Cruyff (citado en Jurado, 2015): «En la vida he tenido dos adicciones. Una es el fútbol, que me lo dio todo. La otra es fumar, que casi me lo quita» (p. 2). A los únicos que les importa que fumes o dejes de hacerlo es a las empresas de cigarrillos y quizás, como mucho, a los hospitales, que son cada vez más otras empresas. Bueno, las funerarias no sé. Pero buena propaganda había en las películas ochenteras en que aparecían los galanes encarcelados, haciendo pesas, con un cigarrillo en la boca. Verdaderas bestias de pecaminosa lujuria que tienen de antemano ocupada ya la boca. Sólo por eso y pese a eso, dejo pasar una extensa cita de ese Sólo para fumadores, que es, si no la primera referencia literaria al tabaco, sí, al menos, una que resume buena parte de eso que los investigadores denominan el estado del arte. Sostiene Ribeyro (2009): «Los escritores han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito sobre la vida del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga y el alcohol ¿Dónde están el Dostoievski, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? La primera referencia literaria literaria al tabaco que conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Molière: “Diga lo que diga Aristóteles y su filosofía, no hay nada comparable al tabaco… Quien vive sin tabaco no merece vivir”» (p. 8). Continúa Ribeyro, si nos adelantamos algunas frases: «Para encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar al siglo XX. En La montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans Castorp: “No comprendo cómo se puede vivir sin fumar… Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme”» (p. 9). A diferencia de Mann o de Moliére, Ribeyro prescinde del tono apologético. Basta con que afirme que podría hablar de la vida del cigarrillo como de su vida misma, para que los lectores, fumadores o no, comprendamos de entrada que no hace falta el tono apologético. Las anécdotas, las moralejas, las precauciones encuentran lugar, en cambio, en el humo de Ribeyro. Lo que te revuelve las tripas es la anécdota final, como se espera que suceda con los últimos días de todos los fumadores, pero admito que sin ir más lejos, el cuento logró afectarme por la mitad cuando Ribeyro refiere la ansiedad por fumar que lo lleva a vender sus más preciados libros, con tal de conseguir o una o dos cajetillas de Marlboro. Son finas fibras las que tocas cuando dices que te fumaste literalmente a Valéry o a Baudelaire. Quizás esta es la razón por la cual, en lugar de citar en todo detalle, Ribeyro cierra el paréntesis bibliográfico con la siguiente alusión: «Pero el único escritor que ha tratado el tema del cigarrillo extensamente, con una agudeza y un humor insuperables, es Italo Svevo, quien le dedica treinta páginas magistrales en su novela, La conciencia de Zeno. Después de él no veo nada digno de citarse, salvo una frase en el diario de André Guide, que también murió octogenario y fumando: “escribir para mí es un placer complementario al placer de fumar”» (pp. 12-13). Sí, en efecto, Ribeyro, en dos frases, literalmente se fumó a Italo Svevo y su célebre novela, La conciencia de Zeno. Una de las ventajas de los libros de las bibliotecas es que no puedes fumártelos. No puedes, si quiera, doblarles una hoja, al menos como ideal platónico. Imposible, entonces, omitirlos. En este caso, como mucho, podrás dejarlo para el final. Escribe Svevo (2005): «Creo que el cigarrillo tiene su gusto más intenso cuando es el último. También los otros tienen un gusto especial propio, pero menos intenso. El último recibe su sabor del sentimiento de victoria sobre uno mismo y de la esperanza de un próximo futuro de fuerza y salud. Los otros tienen su importancia, porque, al encenderlos, manifiestas tu libertad y el futuro de fuerza y salud subsiste, pero se aleja un poco» (p. 27). Como el de Auster y como el de Ribeyro, el de Svevo es un argumento literario, pero a diferencia de ellos, Svevo no evita a las mujeres, o, mejor dicho, no evita a su mujer, Livia Veneziani Svevo, con todo y que si no es fea, como afirma el autor basado en sus registros fotográficos, al menos podemos decir que tiene una belleza poco convencional. En este tercer capítulo que Svevo dedica al tabaco, escuchamos a Zeno hablar de la fascinación por los zapatos femeninos que lo llevó, dice, a contraer matrimonio. Pero el tono, lejos de parecer patético o apologético, es picante incluso en su grado más cómico, cuando, por ejemplo, Zeno comparte una botella de vodka con una anciana enfermera en el pabellón de un hospital en Trieste. «Es cierto que ni siquiera en libertad –dice– sé yo escoger las compañías que mejor me convienen, porque suelen ser ellas las que me eligen a mí, como hizo mi mujer» (p. 30). Zeno confiesa de entrada, a la manera de Crumb, su problema con las mujeres. Es para reírse por lo bajo. He extraído, por ejemplo, del mismo capítulo sobre el tabaco, esta maravillosa escena. Antes de probar con el psicoanálisis, y de enfocarse en su tabaquismo, Zeno visita a un médico que hace tratamientos con tecnología eléctrica, preocupado por su afectación por las mujeres. «Le conté mis aventuras con las mujeres. Una no bastaba y muchas tampoco. Las deseaba todas. […] Por la calle mi agitación era enorme: a menudo que pasaban eran mías. Las miraba con insolencia por necesidad de sentirme brutal. Las desnudaba con el pensamiento y sólo les dejaba los borceguíes, las abrazaba y no las soltaba hasta estar seguro de conocerlas a todas. Sinceridad y aliento desperdiciados» (pp. 33-34). El doctor jadeaba, según lo describe ante la anécdota que continúa: «Espero que las aplicaciones eléctricas no lo curen de esa enfermedad. Sólo faltaba eso–. […] Me contó una anécdota que le parecía divertidísima. Un enfermo de la misma afección que yo había ido a rogar a un médico célebre que lo curara y el médico, tras lograrlo perfectamente, tuvo que emigrar, porque, si no, el otro lo habría matado (p. 35) ».

Entre muchos propósitos inútiles, Svevo incluyó, al parecer, por raro que suene, el de dejarle de hacer el amor a la buenaza de Livia. Quizás lo que quería, en realidad, era indicar el valor que le conferimos a las cosas cuando recordamos que pueden ser las últimas. Hay que hacerse una buena cantidad de propósitos para avanzar una palabra a la vez. Como Svevo, comparto la manía por las fechas que acompañan esos propósitos. Esta novela, La conciencia de Zeno, está llena de fechas y alusiones numéricas, pero no puedes evitar la cita de estas frases: «“Tercer día del sexto mes de 1912, a las 24 horas”. Suena como si cada cifra duplicara la apuesta» (p. 72). No es para tomárselo a la ligera, pero se puede decir, al menos, que Svevo escribe como para que te deje de atormentar un reconcentrado dolor de cabeza: «No hay arrugas en mi frente, porque he eliminado todo esfuerzo mental. Mi pensamiento se presenta disociado de mí. Lo veo. Sube, baja… Pero esa es su única actividad. Para recordarle que es el pensamiento y que su deber sería manifestarse, cojo el lápiz. Y entonces se me arruga la frente, porque cada palabra está compuesta de muchas letras y el imperioso presente resurge y desdibuja el pasado» (p. 14). Ah, Svevo, amigo, no tiene sentido escribir como no tiene sentido fumar, pero puede que tenga incluso menos sentido dejar de hacerlo. Y si no has fumado nunca y estás leyendo esto, no esperes que haya algo medianamente recomendable. El sufrimiento y las carencias, lejos de convertirte en un santo o en un genio, te amargan, te indisponen, al menos en un punto crítico. Van Gogh hubiese pintado una obra incluso más extensa con el colchón financiero de alguna beca, si lo hizo cuando alguien le obsequió apenas un cigarrillo. Con gusto repito ahora las palabras de Svevo, porque no me siento, para el caso, ni lejanamente joven: «Ahora que soy viejo y nadie me exige nada, sigo pasando del cigarrillo al propósito y del propósito al cigarrillo. ¿Qué significan hoy esos propósitos? ¿Acaso me gustaría, como a ese viejo higienista descrito por Goldoni –comediógrafo italiano (1707-1793)– morir sano tras haber vivido enfermo toda la vida?» (p. 44). Un cigarrillo no es más que un cigarrillo, como recordaba Freud, uno de los padres de la cocaína y fumador inveterado. Muchas cosas me revientan, a veces incluso hasta el tabaco, pero no puedes decir lo mismo de una mujer. Quizás ahora mismo ella esté leyendo. Ey, nena, estaba hablando de las mujeres y el tabaco. «Sí, bueno, supongo que todo viene de la reina Isabel I –responde finalmente Paul, luego de escuchar a Auggie y prender pacientemente un cigarrillo. ¿Has oído hablar de Sir Walter Raleigh?» (Auster, 1999, p. 24). Uno de los clientes dice: «Sí, claro, fue el tipo que arrojó su capa sobre un charco» (Ibid). Otro dice: «Yo antes fumanaba cigarrillos Raleigh. Llevaban un cupón de regalo en cada paquete»(Ibid). Continúa Paul: «Sir Walter Raleigh fue la persona que introdujo el tabaco en Inglaterra y se convirtió en el favorito de la reina. […] Fumar se puso de moda en la corte inglesa. Una vez, Raleigh hizo una apuesta con ella. Dijo que podía determinar el peso del humo» (p. 25). Reprocha un cliente: «Eso no se puede hacer. Es como pesar el aire» (Ibid). Retoma Paul: «Reconozco que es extraño. Es casi como pesar el alma de alguien» (Ibid). En este punto, Smok consigue generar esa atención que calca el cine del escarceo verbal. Si atendemos a la sabiduría indígena, que trata al tabaco como una planta sagrada, pero con espíritu masculino, podemos suponer que Paul usa esta técnica no tanto para conquistar como para alejar espíritus malignos, presencias nocivas. Tal vez este concepto incluya a las personas que van a cine no más que por error. Pero Paul –y el otro Paul, el guionista y novelista Paul Auster– usa este recurso en el primer o segundo minuto de Smoke como lo usó el mismo Raleigh frente a la reina de Inglaterra, como lo usan en algún momento todos los fumadores del mundo. Para impresionar. Como con el tabaco, como con la literatura, como con las mujeres, a veces no hace falta que vengan con pie de página, para que algunas películas te agarren desde el principio, qué vicio realmente delicioso. Desde luego que pesa. Bastará una cita, que tiene, como el cigarrillo su gusto más intenso cuando es el último, porque es el final, o al menos, el penúltimo: «Sir Walter Raleigh era un tipo hábil. Primero tomó un cigarrillo entero. Y lo puso en la balanza y lo pesó. Luego lo encendió, se fumó el cigarro, cuidando que las cenizas cayeran en el platillo de la balanza. Cuando terminó, puso la colilla en la balanza, junto con las cenizas. Después pesó lo que había allí. Acto seguido restó esa cifra del peso obtenido previamente del cigarrillo entero. La diferencia era el peso del humo» (p. 26-27). Escribía Lord Chesterfield (2006), al que hace honor la marca de cigarrillos, sobre la vida: «el placer dura poco, la posición es ridícula; el precio, absurdo» (p. 83).

Referencias

Auster, P. (1999). Smoke & blue in the face. Editorial Anagrama.
Chesterfield, L. (2006). Cartas a su hijo. El Acantilado.
Jurado, J.C. (2015). Cruyff, el fumador empedernido que se echaba un pitillo hasta en los descansos de los partidos. Marca. Cruyff, el fumador empedernido que se echaba un pitillo hasta en los descansos – MARCA.com
Ribeyro, J. (2009). La palabra del mundo. Seix Barral.
Svevo, I. (2005). La conciencia de Zeno. Longseller.
Wang,W. (Director). Smoke [Película]. Miramax.

 

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