Catas y degustacionesEscafandra. Crónicas del desasosiego

Partituras para cantar el gol

Partituras
para cantar el gol

Nicolás Rodríguez Sanabria (Bogotá, 1991)

Mucho de lo que vemos a través de las pantallas ya hacen parte de nuestra realidad. ¿Nosotros las hemos configurado o estas nos han configurado?

P Primer tiempo: la configuración de una sensibilidad.
Hubo una época en la que nos reíamos mal. Soltábamos carcajadas estruendosas cuando bastaba una risita, y cuando el chiste merecía un jolgorio casi ni reíamos, apenas un ¡ja! o un resoplido. Era el final de la década de los cincuenta, los shows de comedia en vivo hacían su transición a la pantalla y el problema era que, al momento de filmarlos, los productores notaban inconsistencias como estas cuando la audiencia reía. Era evidente que teníamos el sentido del humor desafinado. Esto podía ser aceptable en vivo –después de todo el propio público tenía la culpa de no saber reírse, no se podían quejar–, pero ¿por qué habrían de padecer semejante desatino las familias en la comodidad de su hogar?

Charles Douglass, un ingeniero de sonido de la CBS, llegó para salvarnos. En un principio no era más que una pequeña edición y lo llamaban “endulzar”: si la risotada era demasiado estrepitosa, Douglass la atenuaba, si no era lo suficientemente potente, Douglass la reforzaba con risas que ya tenía pregrabadas (de aquellos shows en los que, gracias a Dios, sí supimos reírnos bien). Alguna vez un comediante, cuando editaban su show, le pidió que insertara una carcajada después de un chiste que no había provocado reacción alguna. Douglass accedió. Juntos vieron el resultado y, tras escuchar las nuevas risas, el comediante le dijo: “¿Ves? Te dije que era gracioso”.

La técnica tuvo tanto éxito que Douglass terminó por crear un “Laff Box”, una caja de risas, un aparato semejante a una máquina de escribir cuyas teclas, en vez de imprimir letras, reproducían diferentes tipos de risa: ruidosas y ligeras, de alivio y de sorpresa, nerviosas y alegres. Había incluso pequeñas risas aisladas que servían como aderezo: tal vez una mujer gruesa que se reía antes de tiempo, tal vez un hombre menudo que entendía el chiste un poco más tarde que el resto. Douglass llegó a tener 320 risas con las que orquestaba todas las comedias de la televisión, la audiencia –imprecisa y errática– ya no era necesaria. Así, poco a poco, como quien afina un instrumento, un solo hombre fue configurando nuestro sentido del humor (bueno, al menos el humor gringo, cuya ubicuidad es difícil negar).

Cuando por fin aprendimos a reírnos solos, casi un lustro después, los programas de comedia desecharon las risas pregrabadas y ya no tuvo sentido la idea de reírse bien o mal. Antes no fue posible: la comedia era un espectáculo comunal y estábamos acostumbrados a reírnos con otros, a vivir la experiencia de ir al teatro y estar en compañía. La transmisión de una comedia sin risas era como un concierto sin cánticos o un partido sin hinchada. ¿Seríamos capaces de ver un clásico sin el fragor de las barras? Y si la respuesta es negativa, ¿quién será el Douglass del fútbol?, ¿quién decidirá qué tanto se grita un tiro de esquina o se abuchea a un árbitro?, ¿quién configurará la manera correcta de celebrar un gol?

Segundo tiempo: una remodelación obligatoria
Hasta hace muy poco, estas eran preguntas de ficción, quizás de una distopía. Eran graciosas y ridículas y, antes de marzo del 2020, uno podía reírse del chiste. Pero ahora el fútbol se juega en estadios vacíos y, aun así, al sintonizar el partido, del televisor sale el rumor de una audiencia invisible. Cuando el local se acerca al arco, el rumor se convierte en alboroto. Cuando hay una falta muy grave, el alboroto se convierte en rechifla. Y cuando el balón pasa muy cerca del gol, la rechifla se convierte en clamor.

Después de las interrupciones y los aplazamientos del primer semestre, fue evidente que las multitudes quedarían prohibidas al menos por lo que restaba del año. El fútbol se jugaría a puertas cerradas y las productoras de televisión se vieron obligadas a barajar opciones para solucionar el silencio de los partidos venideros. ¿O acaso era mejor la transparencia? ¿Dejar que los televidentes se enfrentaran a un partido hueco, sin algarabía ni barras, sin cantos ni aplausos? Tal vez la situación podía dar pie a una experiencia más íntima: escucharíamos el rebote del balón, los gritos de los jugadores, los guayos deslizándose sobre el césped, todo, como si el partido tuviera lugar no en un estadio, sino en el parque del barrio.

Hoy sabemos que la respuesta fue negativa. En general, la solución consistió en proveerle a la audiencia televisiva de una “alfombra” sonora, una pista de sonido con el usual rumor de la multitud (el nombre, por supuesto, es diciente: las productoras no creían que fuéramos capaces de resistir la verdad plana y dura, y para amortiguar la caída, la recubrieron con un mullido tapete). Sobre esta alfombra, se añaden –como si fueran muebles para hacer de la sala algo más cálido y familiar– pequeños aditivos según la ocasión: un aplauso para celebrar un cambio, por ejemplo, o un griterío en crescendo para un tiro de media distancia. El jugador asiduo de FIFA sabrá inmediatamente de lo que estoy hablando, después de todo los campeonatos europeos más importantes han recurrido a EA Sports, la famosa desarrolladora de videojuegos, para que los ayude a instalar la alfombra.

La decisión, tal como sucedió en el pasado con las risas pregrabadas, no ha estado exenta de polémica. Para algunos espectadores es un insulto a la inteligencia, un engaño patente y grosero (que se evidenció, por ejemplo, en el Derbi de Merseyside de mayo, cuando por un instante la multitud invisible celebró alocadamente un tiro evidentemente fallido del Everton), pero para otros es un consuelo, una mentira piadosa, una forma de sentirse en casa –es decir, en la vieja realidad– después de tanta incertidumbre. Varios proveedores de televisión han resuelto este dilema ofreciendo a sus clientes las dos opciones, como si fueran dos idiomas distintos, y dejar que ellos escojan. No todos podremos decidir, pero vale la pena detenerse y hacer la pregunta: ¿qué opción sería la nuestra?, ¿somos capaces de enfrentarnos a una realidad solitaria y muda o necesitamos de la compañía de una hinchada imaginaria? La cosa está todavía por definir.

Tiempo extra: esta es la vida, en vivo y en directo
A principios de este siglo, John Fitzpatrick, un ornitólogo de la Universidad de Cornell, estaba en su casa viendo el torneo de golf de Kentucky cuando escuchó el canto de un gorrión gorgiblanco. Se acercó al televisor para estar seguro de lo que oía. Ahí estaba de nuevo, el canto de un pájaro que en los calores de verano jamás podría estar en Kentucky. Poco después, la CBS, que transmitía los torneos de golf, se vio forzada a emitir un comunicado en el que admitía haber editado el sonido para hacer de la escena algo más bucólico. No volvieron a hacerlo, o al menos no volvieron a equivocarse de ave, pues Fitzpatrick asegura que en ocasiones se repite exactamente la misma canción de pájaros que tienen un repertorio mucho mayor.

El golf suena a pájaro, pero no siempre al mismo; cada torneo tiene su sonido particular. ¿A qué sonará el fútbol? En los estadios no hay pájaros que canten desde las gradas, pero hay canciones para cada equipo, hay barras más mansas que otras, hay ánimos especialmente furibundos para los clásicos. A cada estadio le corresponde un sonido, un ritmo, un alma, y por fortuna hay miles de grabaciones en cada uno de ellos. En cuanto a los aditivos –el rugido que provoca un balonazo en el travesaño, las silbatinas cuando el VAR cuestione un gol, la protesta cuando algún bárbaro lesione a otro–, no podrá haber un ingeniero cualquiera frente al tablero de producción de sonido. Deberá ser alguien que haya saltado en las gradas, que haya coreado un gol y haya sentido la vibración bajo sus pies, un ingeniero hincha, porque sólo él sabe lo que es ser uno con la multitud y su fiesta será la fiesta de la hinchada.

Todo esto dicen tenerlo en cuenta los encargados de instalar la alfombra. Ante esta nueva disyuntiva, entre creerles o no, tendré que inclinarme por la primera, porque quiero creer que hemos sido nosotros, los fanáticos, los que verdaderamente hemos decidido cómo es que se vive el fútbol. Cada vez que fuimos al estadio, sin saberlo, estuvimos marcándole las notas a la partitura del gol. Quiero creerlo porque esto no es un simulacro. Eso que dice en la esquina de la pantalla, ese letrero que pone “EN VIVO”, debería servirnos de advertencia. La virtualidad, nuestro nexo con la digital, es innegable. No hay dos realidades, la vida y las pantallas –aunque en pugna y colisión– son la misma cosa. Puede –y ojalá– que de nuevo llenemos los estadios el año siguiente, pero al menor tropiezo volveremos a recurrir a esto que ya no deberíamos llamar “engaño”, porque sospecho que aquellos que tienen una pierna de metal o una mano de titanio viven mejor cuando dicen “mi pierna”, “mi mano”.

 

El autor

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Nicolás Rodríguez Sanabria

Magister en Creación literaria

Nicolás Rodríguez Sanabria

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