Sensini, pero casi
Ninguno de los dos se esperaba el monstruo en el que me iba a convertir el deseo de ser escritora.
Me senté frente al computador, con el libro de los cuentos completos de Bolaño junto al teclado. La portada era color salmón, con una foto del autor hecha en puntos Ben Day, ese tipo de puntillismo típico de los cómics. El borde estaba amarillento por la exposición del papel al sol californiano y al exceso de polvo. Quién sabe cuándo lo había abierto por última vez. Abandoné mi escritorio, fui al baño, volví. Usando un trozo de papel higiénico, limpié el libro con la dedicación que solo tiene quien está procrastinando. Hoja por hoja, prácticamente. 647 páginas de prosa eléctrica que, descubrí ese día, terminan con la frase: «Espero tener la paciencia de buscar una rama alta y resistente, escondida en el follaje, y colgarme».
Yikes.
Mi amigo Alejandro era quien me había recomendado que le echara una ojeada al libro de Bolaño. Ese día en nuestro almuerzo semanal fue la primera vez que admití en voz alta que había abandonado a mi marido, nuestra casa en Santa Mónica y nuestros dos gatos siameses, todo por ese sueño vergonzoso de dedicarme a escribir. Habían pasado 6 meses. Liam todavía llamaba, dispuesto a perdonar mi partida una noche particularmente ruidosa —sirenas de bomberos, helicópteros de la policía de Los Ángeles, gritos— porque en el fondo él también sabía lo que era soportar la vida, el día a día, con el peso de un sueño frustrado. Traté de explicarle las contradicciones de la situación a Alejandro, lo absurdo de haberme alejado de la única persona en cuya compañía podía respirar, pero insistió en que la respuesta estaba en un cuento de Roberto Bolaño.
—Se llama «Sensini» —dijo—. Un tipo vaciado vive de concursos de cuentos y de trabajar como salvavidas o algo así, hasta que un día gracias a un concurso entabla correspondencia con uno de sus escritores favoritos. La vida le cambia para siempre, creo que porque conoce a la hija del escritor.
Yo también había leído el cuento hacía muchos años y, como Alejandro, me acordaba a pedazos de la trama. Mi recuerdo del relato era una secuencia de imágenes sucesivas: una casona esplendorosa pero derruida en la mitad de una llanura, una noche de lluvia torrencial, una chica (rubia) que se aparecía empapada, con el torso desnudo, y compartía un beso apasionado con el narrador protagonista. Después no pasaba nada. En mi recuerdo se trataba de uno de esos relatos donde el puñetazo final era darse cuenta del sinsentido de la existencia, del hecho fundamental de que vivimos de ilusiones y el secreto de la felicidad está en jamás reventar la burbuja.
Tan pronto terminé de limpiar el libro, escribí una frase al azar en el procesador de texto: «Me senté frente al computador, con el libro de los cuentos completos de Bolaño junto al teclado». El truco de mecanografiar cualquier cosa para romper el hielo creativo me había servido hasta hace poco; se lo había aprendido a una periodista pakistaní que conocí en una charla. Cuando le pregunté cómo hacía para escribir con la velocidad que requería su profesión, me dijo que copiaba y pegaba un párrafo cualquiera de Wikipedia, y el hecho de ver algo ya escrito le daba la confianza para empezar a redactar.
—Todo el mundo necesita su ancla —dijo—. Es cuestión de que encuentres la tuya.
Ese día yo debía estar a la deriva porque las palabras se rehusaban a llegar, así que me puse a mirar por la ventana. Mi edificio gris en el centro de Koreatown estaba lleno de gente en tránsito, almas en pena que de una forma u otra no encajaban en el sueño americano: padres divorciados que los lunes por la mañana devolvían sus hijos en conversaciones llenas de odio con sus exesposas, familias de inmigrantes que se acomodaban de a 5 en apartamentos de una sola alcoba, jóvenes recién graduados que le darían un par de meses a la quimera de convertirse en guionistas de cine, pero pronto empezarían a trabajar en sus postulaciones para la escuela de derecho. Para todos ellos el edificio era un lugar de paso, un peldaño en la escalera que los conduciría a mejores potreros, pero a mí empezaba a parecerme un hoyo negro que me tragaría. La fachada llena de moho, la puerta del vestíbulo que a veces cerraba y a veces no, el tapete verde del corredor, sus manchas amarillentas, indefinidas. Todo me recordaba la casa que había dejado atrás, las paredes que Liam y yo habíamos pintado de aguamarina, los cuadros que él rebuscaba en los mercados de las pulgas de Hollywood y luego enmarcaba en el taller que tenía en el garaje.
Otra cosa que la gente dice que uno puede hacer si se le están atragantando las palabras es concentrarse en una foto u otro tipo de imagen que lo inspire. «La belleza llama más belleza, así como plata llama plata». Esa es la falacia argumentativa que uso para justificarme a mí misma el deseo de abrir Instagram. Me sé de memoria los comentarios de la única foto que hay en mi perfil —«OMG yes!» «So happy for you guys»—, pero la sonrisa inocente de mi marido el día que firmamos los papeles de matrimonio, el brillo de sus ojos del color de la miel quemada, nunca dejan de sorprenderme. Ninguno de los dos se esperaba el monstruo en el que me iba a convertir el deseo de ser escritora. Estoy casi segura de que las peleas empezaron al día siguiente, cuando recibí el correo de rechazo de una revista literaria que ya no existe. Tuvieron que pasar meses de Liam consolándome, preparando mis platos favoritos, aguantándose que le recitara el monólogo de mis supuestas desdichas —«el mundo no me comprende; no están listos para una mujer tan inteligente como yo»— una y otra vez. La tormenta solo pasó cuando me animé a mandar el mismo cuento a una revista uruguaya, la cual lo aceptó y lo editó con tanto cariño que, al recibir la copia impresa, tanto Liam como yo nos pusimos a llorar.
Sin embargo, darse látigo es la técnica que más recomiendan quienes han llegado a la cima del éxito literario.
Cerré el perfil de Instagram con la foto de Liam y activé la aplicación que no me permitiría abrir internet sino hasta pasadas cuatro horas. Abrí los cuentos completos de Bolaño, dispuesta a hacer lo que fuera para aprender de los grandes, pero ni siquiera tuve que buscar mucho para encontrar a «Sensini». Era el primer relato del compendio, el primer relato de «Llamadas telefónicas». Wow. Alejandro de verdad había hecho el mínimo esfuerzo, de verdad se había atrevido a decirme que la respuesta a mi crisis existencial estaba en las primeras 15 páginas de un libro que, pese a todo lo que presumía, probablemente tampoco había leído de principio a fin. Nadie dice que lo de la magdalena es lo más importante de Por la parte de Swann si ha leído toda la novela; nadie se atrevería a decir que Leopold Bloom es el único personaje interesante de Ulysses si ha llegado al último capítulo. Ahora que lo pensaba, una vez le pregunté a Alejandro por la teoría según la cual Fitzgerald se robó varias páginas del diario de su esposa, Zelda, y me acusó de mentirosa. Damn. ¿Yo, que me las doy de tanto, había caído en las patrañas de un escritorcillo machirulo?
Levanté la mirada del índice del libro. El «Me senté frente al computador, con el libro de los cuentos completos de Bolaño junto al teclado» titilaba en la hoja en blanco del procesador. ¿De verdad era esto lo que necesitaba para cumplir mi sueño de convertirme en escritora? ¿Un computador que me alienaba y de fondo una pared desnuda porque en este apartamento no hay recuerdos ni calor? ¿Rogar para que algún día tuviera el valor de encontrar una rama lo suficientemente escondida para colgarme? Yikes. I’m ready to come home, Liam. Este sueño tiene sentido, merece todo mi tiempo y disciplina, pero primero está la vida.
La autora
Diana Andrade
Escritora
Este fragmento, impregnado de la estética de Roberto Bolaño, presenta una narrativa introspectiva que entrelaza la realidad tangible con elementos literarios. La presencia física del libro de Bolaño, detallada con sutileza, refleja la importancia del objeto en la obra del autor. La procrastinación, simbolizada por la meticulosa limpieza del libro, homenajea la obsesión de Bolaño por los laberintos de la escritura. La referencia al cuento «Sensini» y la exploración de la narradora sobre su propia vida y la escritura reflejan la fusión de temas existenciales y literarios característica de Bolaño. El cuestionamiento existencial y la alusión a la desesperación evocan la mirada penetrante del autor chileno sobre la vida y la búsqueda de significado, encapsulando así la esencia de su estética en este breve fragmento.
Qué curioso sentido del humor tiene la literatura. Justo leí Sensini hace dos días también queriendo encontrar puertas para hallar entradas a una constancia en la escritura. ¿Quién pensaría que quizás, tal puerta la hallaría aquí, a través de Sensini, sí, pero en otra suerte de dimensión? Sólo resta escribir. Gran escrito. Muchas gracias y feliz cumpleaños a la revista.