El que espera
Me gusta que me diga que soy un regalo porque soy consciente de que el envoltorio de ese regalo es muy difícil de abrir.
Una de las cosas más importantes que alguien puede hacer por ti es abrirte los ojos. La mayoría de la gente con la que elijo quedarme tiene esa capacidad y la ejerce sobre mí sin percatarse de su efecto transformador. Por eso sigo contando con ellos, porque mi rebelde naturaleza no fusiona bien con prejuicios que se encubren en consejos, con dogmas que se disfrazan de certezas absolutas y con radicalismos que enmascaran iras individuales no resueltas. A todas estas personas les doy las gracias por contar conmigo y por dejarme sentir esa independencia entre pensar y actuar que, como decía Anäis Nin, provoca la forma más alta de vida.
Yo también escribo. Para mí es una experiencia sanadora que me reconstruye por dentro y que me permite dominar mis demonios internos. La existencia ordinaria no me interesa, de ahí que me guste rodearme de personas que brillan, que tienen luz propia, que te miran a los ojos durante minutos interminables que no quieres que acaben nunca, que te acarician y hablan con la mirada sin necesidad de verbalizar lo que sienten.
Me gusta sentir mariposas en el estómago y que mi cabeza recree incesantemente esos ojos oscuros que, en un sofá blanco con la televisión de compañera silenciosa, me hacen sentirme feliz. Me gusta llegar a medianoche a su casa y que me abra la puerta ladeando la cabeza sobre los hombros y esbozando un gesto cómplice de ternura. Que extienda sus brazos de bienvenida y me dé un achuchón envolvente. Que me regale esa expresión inocente que solo mantienen los puros de corazón. Me gusta perderme en su mirada a la vez que acaricio su barba poblada y paso mis dedos por sus labios carnosos. Me gusta que me diga que voy demasiado deprisa, que me coja del brazo y me invite a calmarme mientras me da un beso. Me gusta que me diga que soy un regalo porque soy consciente de que el envoltorio de ese regalo es muy difícil de abrir. Está lleno de pegatinas que la vida ha ido dejando a su paso y que han estropeado el papel. De todos modos, es un papel que no se arruga fácilmente, un papel que podemos emplear para llenarlo de poesía, como Anäis Nin y Henry Miller hicieron durante toda su vida. Me gusta que me llame por teléfono y tarde algunos segundos en verbalizar sus sentimientos al otro lado de la línea, percibir su respiración entrecortada y, finalmente, como si hubiese dedicado unos minutos a amasar en su interior lo que quiere decirme, escuchar cómo recuerda la manera en que el tiempo se detuvo cuando le sonreí por primera vez… Quiero que la magia creada entre nosotros no desaparezca nunca y propicie que nos instalemos en un estado de no-tiempo.
Antes de todo esto tenía la necesidad de sentir bloqueada en mi interior, pero un acontecimiento hizo que me replantease la manera de ver la vida, la manera de entenderme a mí mismo y a los demás. Fue una especie de revulsivo al que ahora estoy agradecido. Había establecido una existencia muy ordenada en la que experimentaba un pánico irracional a salir del guión y dejar de tenerlo todo bajo control. Pero el amor, la magia y la energía no se pueden controlar. Si lo intentas, acabas siendo un actor de tu propia vida y no viviendo hasta sus últimas consecuencias aquello que el destino pone en tu camino. Vas barriendo los sentimientos que acuden a tu encuentro debajo de la cama y se crea una nube de polvo muy grande que deja un poso de melancolía enorme.
A pesar de todo, el hombre de la barba poblada dijo que me esperaría. Quiero escribirle una historia donde imaginación y fantasía converjan, donde ambas realidades puedan masticarse. Tengo que aprender a gestionar la ilusión poco a poco. Quizá si no hubiese estado a punto de morirme no le habría conocido. Lo más seguro es que sí, pero habría salido corriendo al menor atisbo de pasión o no me habría detenido en observar sus inmensos ojos oscuros, ni sus pobladas cejas de centurión romano, ni sus labios carnosos, ni sus manos que recorrían todo mi cuerpo mientras él me susurraba cosas bonitas. El hombre de la barba poblada es de las pocas personas que aún tiene la capacidad de poner cara de ilusión. Es uno de los rostros más difíciles de fingir, casi imposible en la edad adulta. Desaparece a medida que se esfuman las ilusiones de la infancia y la adolescencia, las ilusiones verdaderas. Son reemplazadas por deseos. Y no es lo mismo. Un deseo no provoca una cara de deseo, simplemente no provoca nada. Cada mañana nos desperezamos con infinidad de deseos que, al caer la noche, se han olvidado. Son como la gasolina para seguir engañándonos.
Desde ese episodio en el que casi desaparecí vivo muchos instantes de felicidad. Un instante es nada sin dejar de ser algo, un algo con el que me quedo, que me sirve de inspiración, que me hace feliz, independientemente de lo que pase en el futuro porque en esta era líquida poco importa lo que está por llegar sino aquello que hemos retenido solo dos segundos. Serán dos segundos que, sin darnos cuenta, darán forma a nuestro porvenir.
Fernando Pessoa dijo que el valor de las cosas no está en el tiempo que duran, sino en la intensidad con que suceden. Por eso quiero retener esa intensidad en un hades hecho a mi medida. Y por eso existo yo, por eso sigo aquí, por eso me miro en el espejo y me desternillo de lo que veo, por eso sigo empeñado en estornudar sin taparme la boca, por eso creo que voy a recortarme la barba, porque pienso que me he dado el suficiente tiempo para esperarme, porque la cara de ilusión que veo en ese espejo me gusta y porque, al fin y al cabo, siempre hay alguien al otro lado, incluso cuando no hay nadie.
El autor
Eduardo José Viladés Fernández de Cuevas
Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista
Eduardo José Viladés Fernández de Cuevas
Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista
Este texto, saturado de introspección y anhelos de intensidad, refleja la estética de Roberto Bolaño en su exploración de la conexión humana y la búsqueda de significado. La narradora agradece a quienes le abren los ojos, rebelándose contra prejuicios y dogmas. La escritura, vista como experiencia sanadora, se entrelaza con el deseo de rodearse de individuos vibrantes. La descripción de encuentros íntimos y la anécdota que alteró su perspectiva evocan la fusión de lo mágico y real en la obra de Bolaño. El deseo de retener la intensidad de momentos fugaces refleja la influencia existencialista y la importancia de apreciar la vida en el instante, capturando así la esencia de la estética de Bolaño.