Crónicas del colapsoVoz y verbo

Amigos

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Eugenio Barragán Fuentes (España, 1975)

«Todo estaba decidido con el dibujo de sus suaves caricias hasta que comenzaron las discusiones.»

R Rememorabas los combates con énfasis: tapabas tu cabeza cuando explotaban las bombas a tu alrededor, te paralizabas por el miedo y temblabas por el pánico. Conocíamos tus historias y éramos un bálsamo para mitigar tus terrores. Solías hablar a menudo con nosotros.

Pero allí seguías bajo el despotismo de tu vanidad. No sabemos cómo comenzó todo, pero existen historias que es mejor olvidar. Tú lo harás; seguro que sí.

Despertaste con temor, entre vagidos, con el pijama pegado a las sábanas. Creías que el monstruo saldría del armario en cualquier momento y no podrías despegar tu piel del colchón. Sin apreciar nuestra opinión, tapaste con cinta americana: las rendijas de los muebles, los quejidos de las bisagras y el rumor de tus pensamientos. Desoíste nuestros consejos y te aislaste. Aquello sólo fue el principio: te planteaste una nueva relación con una esposa (imaginaria) para no sentirte tan solo.

Los días se sucedían alienados, en forma de espiral que dibujaba un interrogante. Fue inesperado, parecía que todo mejoraba. Enseguida nos apartaste de tu lado, como si estuvieras amordazado por la secreta pasión que adquirió calor y movimiento. Sólo decías que aquella idea en tu cabeza era perfecta. Jamás te creímos y desconocíamos cómo te aguantaba. Nosotros soportábamos tus manías desde la infancia, nos acostumbramos a tus rarezas y a los traumas de la guerra en que te embarcaste por defender una línea imaginaria pintada en el suelo. Sospechábamos que era cierto. Engordaste. No sabemos si fueron la exquisitez de los platos precocinados o que te prohibió fumar. Posiblemente fueron ambas cosas y supimos que algo había cambiado en tu vida.

Nos alegramos, ni siquiera nos atrevimos a decirte nada. Eras de poca palabras.

Todo estaba decidido con el dibujo de sus suaves caricias hasta que comenzaron las discusiones. Primero fueron algunas pequeñeces, después te obligó a que ordenases los armarios y los cajones. Temías que escapase el gélido aliento del monstruo, pero ella no podía vivir en aquella casa tan desordenada; siempre fuiste así.

Como todas las cosas que pergeñabas, no supiste resolver la situación. Para eso nos tenías a nosotros. Podrías haber hecho lo más fácil y evidente: olvidarte de ella, como hacías de la mayoría de las cosas que comenzabas sin ton ni son.

Planeaste su vil asesinato: comedido, en un primer momento; violento, cuando te gritaba desde tu interior; con veneno, cuando te sentaba mal la comida que cocinaba. Cuentan las lenguas adiestradas en el engaño que ella, sin saber cómo, se enteró de tu precipitada decisión. Tampoco disimulaste, siempre sobresaliste por tus francos pensamientos.

Solías hablar con ella en el cuarto de baño, donde reside la verdad y la mentira y, aunque el eco resuene, allí permanece para siempre. Ya no esperabas nada, prisionero de un rostro, pero aquel día era uno de aquellos que sobraban las palabras y más en tu solitario mundo. Tras los gritos, llegaron los gestos y las amenazas. Observaste el espejo, los fragmentos clavados en tus manos, la mirada reflejada en el eco de los cristales rotos y comprendiste, en el momento más lúcido de tu vida, que no podías salir de allí.

Caíste en la emboscada que tramaste. Y allí seguías, balanceándote en el vértigo que inundaba tu vacío. Ella levantó con deleite cada uno de los dedos que te sostenían del borde de un fragmento, repitiéndote alguno de los reproches con que le obsequiabas y te precipitaste al abismo del espejo, en las fauces del monstruo.

No esperábamos otro desenlace. Ella te conocía desde hacía poco tiempo; el suficiente. Nosotros, tus amigos (imaginarios), tampoco hicimos nada para remediarlo. No te hablábamos, aunque siempre fuiste de pocas palabras.

El autor

Eugenio Barragán

Eugenio Barragán Fuentes

Psicólogo y escritor

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