Cavilaciones y designiosTrama y sinapsis

Hacia el sur o la Bogotá fragmentada

Hacia el sur o la Bogotá fragmentada

Diego Alfonso Landinez Guio (Bogotá, 1987)

La planeación urbanística en las ciudades determina varios aspectos. Este texto nos muestra cómo Bogotá no es la excepción.

 

T Todas las ciudades son centros de poder. En ellas convergen flujos que se entrecruzan, pasan, se cortan y se transforman: hombres, mujeres, mercancías, ideas, capitales y miserias. Son lugares de atracción y de disposición. En ellas se negocia, se organiza, se controla y se explota. Son puntos densos como agujeros negros, a la vez que superposiciones de espacios heterogéneos que se solapan, pero que no se confunden. La ciudad es un lugar de diversidad que se atrapa y se libera, que se esconde y se rebela.

El poder es un ejercicio, como hasta la saciedad recuerda Michel Foucault, es una acción que “incita, induce, seduce, vuelve más fácil o más difícil” (Foucault, 1991, p. 85), y que se hace invisible al tiempo que se refina, pues se filtra por los rincones del cuerpo social y se instala en el inconsciente, individual y colectivo, hasta que los esclavos se explotan a sí mismos, bajo la ilusión de ser sus propios amos (Han, 2014). De ahí que en la ciudad “la ley y el orden sirvan de complemento a la fuerza bruta” (Zambrano, 1999, p. 127), pues la una no excluye a la otra, sino que se complementan y, aún más, se desean.

El diseño urbano es un elemento de control que (im)posibilita la movilidad, elemento inherente a la naturaleza de la ciudad, en tanto que “existe en función de la circulación, y de circuitos (…) se define por entradas y salidas”, pues “es necesario que algo entre y salga de ella” (Deleuze & Guattari, 1980, p. 440). El trazado de la ciudad determina la acción, la movilidad y las representaciones de sus habitantes: actuar sobre el medio es actuar sobre la población, es determinar sus deseos y decisiones.

Bogotá se articula como centro administrativo-burocrático del país y se erige en baluarte de la “alta” cultura y sus élites centrales. El mito de la “Atenas suramericana”, atizado por la celebración del primer centenario de la Independencia en 1910 (ese otro mito nacional), le permitió detentar la égida de la intelectualidad de la que hacían gala los presidentes gramáticos, como Miguel Antonio Caro y Marco Fidel Suárez, en fino contraste con la ineficiencia de su gestión pública, criticada desde su juventud por Fernando González Ochoa.

El orgullo de lo que Bogotá representa se inserta en un discurso que comparten, en términos generales, las élites gobernantes con los ciudadanos de a pie y que atraviesa el control de sus propios elementos, su movilidad interna y su disposición espacial. Por ello mismo, la ciudad se divide en zonas exclusivas, espacios turísticos, lugares de referencia y sus periferias. La escisión se realiza entre un norte y un sur de límites difusos, límites que no lo son tanto en lo referente a los ingresos, a las posibilidades de empleo y el acceso a servicios de calidad. Claramente, la estratificación social no sube del cuarto peldaño hacia el sur y el occidente de la Candelaria, mientras que la riqueza y la pobreza se superponen en zonas como Chapinero o Usaquén. Pero ¿qué es el sur?, ¿qué representa más allá de sus límites espaciales?

Tomemos como punto de partida la Universidad Nacional de Colombia. Como institución educativa pública, en la Universidad confluyen poblaciones diversas. Se supone que dentro de sus muros estas diferencias se borran o, al menos, se diluyen en función del trabajo intelectual y de las lógicas de enseñanza-aprendizaje. En su circunscripción, el ambiente de la ciudad y sus jerarquías queda parcialmente disuelto. Esto, porque crea nuevas jerarquías y dinámicas que no son del todo impermeables a la influencia externa, así se finja una distancia radical producida en una improvisada torre de cristal. Pero suponiendo que así fuera, una de sus puertas de entrada y salida vislumbra una realidad inmediata: una dirección. Situada en la carrera 30 con calle 45, se evidencia la diferencia entre sur y norte. Hacia el sur la ciudad empieza a ser menos objeto de intervención pública, el diseño urbano más precario y descuidado, las vías más estrechas y congestionadas.

En términos de movilidad, se evidencia un marcado contraste. El sur sale peor librado que el norte, comenzando por la única vía de entrada a la ciudad por el suroccidente –la Autopista sur–, cada vez más insuficiente y sin posibilidad real de encontrar un mejor acceso por dicha dirección. Las vías internas también son inadecuadas para el flujo vehicular que transporta a la mayor cantidad de fuerza de trabajo de la ciudad.

Los baches en la movilidad se ven perpetuados por un afán de distinguir la ciudad real –aquella que carga con todos los lastres y con el peso de su mantenimiento– y la ciudad de mostrar. La avenida el Dorado, la puerta de la ciudad a los vuelos nacionales e internacionales, promete una Bogotá “moderna” con amplias vías, aire puro y un sistema masivo de transporte “eficiente”. Pero esta cara grata que intenta ocultar el caos, la improvisación, la congestión y la pobreza, solo disimula la ciudad real, no la cambia, ni la pierde. Tras la urbanización del sur, que intenta replicar consciente y humildemente las fachadas del norte, emergen las montañas vestidas de pobreza, para recordarnos las heridas en la carne y en el alma de la ciudad, así como lo frágiles que son sus vestidos de gala. La pretendida modernidad que la ciudad promete es solo alcanzada parcialmente por ese sur que sufre la exclusión, la explotación y el desahucio.

El problema se agrava por el hecho de que los extremos de la ciudad no son aislados, sino que se interrelacionan. El sur es el sustento laboral del norte. La diferencia radica en los ingresos, el valor de los predios de uno y otro lado de la ciudad, en la calidad, la estética y la organización. Se comparte, en cambio, el culto a los centros comerciales, que se disputa el alma de los creyentes del sur, junto al culto profano al alcohol y los placeres de la carne, en un mercado espiritual bastante saturado.

El sur carga sobre sí el gran peso de aquel “malestar en la cultura” del que hablaba Freud, aquella miseria inherente a la existencia que se atiza con la exclusión y la explotación, a la que se hace frente con paliativos: “Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para superarla, no podemos pasarnos sin lenitivos” (Freud, 1967, p. 9). La existencia deprimida siempre apostará por el estado “cómodamente insensible” del que habla Pink Floyd, porque a falta de soluciones reales siempre será más fácil embotar los sentidos y la conciencia; en ocasiones, no hay otra opción.

El sur es, pues, un paisaje dispuesto que se configura como un recurso de la ciudad, recurso de mano de obra puesto en un medio improvisado y sobreexplotado, que a falta de soluciones reales se inyecta los narcóticos que inundan la zona, perpetuando los prejuicios de antaño en torno a la pereza y la licencia de los pobres. En cualquier caso, es una parte vital de la ciudad que no puede ser ignorada y cuyos problemas, de no tener solución, seguirán emergiendo para recordarnos que es real (incluso lo Real, en sentido lacaniano) y que toda su historia también lo ha sido.

 

Referencias:
→Deleuze, G. y Guattari, F. (1980) Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia (Trad. J. Vázquez). Pre-textos.
→Foucault, M. (1991). El sujeto y el poder (Trad. C. Ochoa y C. Gómez). Carpe Diem.
→Freud, S. (1967). EL malestar en la cultura (Trad. L. López Ballesteros). Biblioteca Nueva. Tomo III.
→Han, B.-C. (2014). Psicopolítica (Trad. A. Bergés). Herder.
→Zambrano, F. (1999). La ciudad en la historia. En C. Torres, F. Viviescas y E. Pérez (comps). La ciudad: hábitat de la diversidad y complejidad (pp. 122-148). Universidad Nacional de Colombia.

El autor

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Diego Alfonso Landinez Guio

Filósofo

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