Stillborn humanity
«Ahora, solo quedan huesos y ruinas, ecos de risas infantiles y cantos que se disuelven en el viento frío de un mundo sin esperanza.»
En el crepúsculo de la humanidad, el mundo yace en un silencio sepulcral. El muro, símbolo de resistencia en tiempos antiguos, ahora es un monumento a la desolación y al sufrimiento de épocas de guerra. Contra su fría superficie, un ataúd se destaca, testigo mudo de un pasado que se desvanece.
Dentro del ataúd, los esqueletos de dos seres yacen en una última y eterna cercanía. Uno de ellos tiene un trozo de metal oxidado incrustado en el cráneo, evidencia de la violencia que precipita el fin de los tiempos. Quizás un arma letal, legado de los tiempos de guerra que consumen el mundo en una vorágine de destrucción.
Este pequeño escenario encapsula la última estrofa de una humanidad moribunda. Cada hueso, cada fragmento de metal cuenta la historia de una civilización que colapsa bajo el peso de su propio progreso y destrucción. La humanidad, que una vez sueña con tocar las estrellas, ahora yace rota, con sus sueños hechos añicos y su futuro reducido a polvo.
Las guerras, con su incesante hambre de vidas y esperanzas, devastan ciudades y corazones. El muro y el ataúd son relicarios de una humanidad muerta, sombras de lo que una vez fue un vibrante mosaico de vida. Ahora, solo quedan huesos y ruinas, ecos de risas infantiles y cantos que se disuelven en el viento frío de un mundo sin esperanza.
Así, en el ocaso de la existencia, los esqueletos bajo la mirada indiferente de las estrellas son el último testamento de la humanidad. Un susurro en la oscuridad, una advertencia para cualquier forma de vida futura que encuentre estos restos: «Aquí yace la humanidad muerta». La guerra, en su insaciable sed de sangre, sella el destino de todos, dejando atrás solo silencio y muerte.
El autor
Mongrel Straßenhund
Artísta plástico