Entrelazamiento Cuántico
«Las ráfagas de artillería del ejército israelí inundaron con fuego infernal la zona y destrozaron el corazón de la pequeña en partes indistinguibles.»
La voz de la niña a través del celular vibraba al vaivén de las ráfagas de viento. Cuantas más preguntas de su madre respondía, más se transformaba su voz en llanto:
— ¿Dónde estás?
— No sé, mami. Ven rápido a recogerme, tengo mucho miedo.
— Amor, pero, ¿qué pasó? ¿dónde está tu padre?
— No puedo moverme, madre. Ven por mí, tengo miedo.
— Hija, pero no sé dónde estás. Dime qué ves a tu alrededor.
— Siento ruidos muy feos que se aproximan. Mami, ¡Mami!
Las ráfagas de artillería del ejército israelí inundaron con fuego infernal la zona y destrozaron el corazón de la pequeña en partes indistinguibles. En ese instante, el corazón de su madre entrelazó y replicó el impacto, explotando en mil pedazos de tristeza y dejándolo funcional solo para bombear sangre.
Fue el efectivo entrelazamiento del horror.
El olor a muerte en la mañana
Veo a través de la ventana el humeante despertar de la mañana. Mi hermana me empuja por detrás:
— Tarado, no me dejaste dormir anoche.
— ¿Qué quieres que haga? No se puede dormir bien en el piso de una habitación donde hay 20 personas.
— Me pegaste con tu rodilla en el estómago.
— Pues, al fin y al cabo, no tienes nada en él desde hace 3 días.
Mi hermana alza a uno de los 8 niños que está en la habitación. El chiquillo sonríe, se desprende de sus brazos bruscamente, y sale de la habitación rumbo a la calle.
— No te parece que se parece a Ahmed—me dice ella. —¿A qué campo se lo habrán llevado esos cabrones?
Salimos los dos a la calle a tomar aire fresco, y vemos al instante la nube de humo extenderse por todo el norte.
— ¿Recuerdas esa escena de Apocalypse Now donde humean las selvas a través del río?
— Sí
— Me estoy acostumbrando al olor de la muerte en la mañana.
A mi espalda, el chiquillo toma una piedra y la usa contra una lata de atún para intentar abrirla. En su tercer intento, el ruido de la lata quebrándose se confundió al instante con el estruendo de la onda expansiva, y con el crujido de todos nuestros huesos quebrándose.
Zumbido
Escuché un zumbido enérgico que venía debajo de mi cama. Miré el reloj digital y luego la ventana. La oscuridad de la noche sin luna me forzó a levantarme e ir a encender la luz del cuarto. A pocos pasos de llegar al interruptor, el zumbido se hizo escuchar con más fragor. Rápidamente, estiré mi brazo para encender la luz y, luego, giré mi cabeza.
Encima de mi cama yacía mi cuerpo de 8 años, invadido por una reluciente palidez. Al lado del cuerpo, mis cuadernos de notas, deshojados esquemas y dibujos de aquellos días en los que veía los aviones de las Naciones Unidas pasar por encima de nuestro barrio, trayendo a la ciudad los pocos alimentos a repartir entre todos nosotros. “Quiero ser piloto” tres palabras, decenas de veces escritas con letras desiguales y de colores en los bordes. Paisajes edulcorados con azul mar y amarillo sol, surcados por un bimotor en cuya cabina iba mi yo imaginario gritando: ¡Papá, soy piloto! ¡Traigo alimentos! El dibujo de papá, desde el piso, extendía la mano derecha.
La luz del amanecer borró de tajo esta memoria y fulminó la presencia de mi infante alma. Un par de horas más tarde, el dron bajó mi control abría su compartimento y dejaba caer las 70 bombas racimo sobre la ciudad ya en ruinas. Volvió entonces el zumbido de cada día.
El autor
Juan Merchán
Filólogo de la Universidad Nacional de Colombia,