Una leyenda, cuatro nombres
«Era así como durante años estos intrépidos hombres lograban brindarle cierta seguridad a los habitantes del pueblo, garantizando el bienestar de sus huertos y hogares con su patrullaje y caza nocturna.»
Hace poco más de un siglo, en su génesis, este pueblo era custodiado principalmente por un pequeño grupo de cazadores, nacidos y criados en las medianías de la sierra, amigos del tabaco, el ron, las peleas de gallos y el olor a boñiga. Este grupo, conformado en un principio por apenas cuatro hombres: Esteban, Seferino, Alberto y Andrés, no poseía apelativo que lo identificase; sin embargo, y a pesar de ser fundado y de actuar en la clandestinidad, gozaba de la aprobación de todo el pueblo, ya que la identidad de sus miembros no era, pese a los intentos de lograrlo, del todo secreta para los escasos cincuenta habitantes.
Cada noche, después de cenar y acariciar a sus esposas, los cuatro hombres, liderados por Andrés, se reunían en casa de Esteban, en el patio, a los pies de una enorme palmera que lo cubría por completo; y luego de vaciar media botella de ron y planificar el recorrido trazando líneas y cruces en el piso de tierra, cargaban sus escopetas, se las echaban al hombro, y emprendían su viaje a las entrañas de las lomas que en conjunto formaban la sierra en cuyo seno relucían, como pequeñas luciérnagas, las lámparas de aceite que iluminaban los primeros ranchos de madera y barro que años más tarde pasarían a transformarse en el gran pueblo de Uriara.
Iniciaban su recorrido patrullando los alrededores de la hoy llamada Quebrada El muerto, que en aquella época, no era más que un ínfimo riachuelo que tenía sus orígenes en la cresta de alguna montaña anónima de la sierra. Si tenían suerte, en esta primera parada lograban darle muerte a algún venado que estuviese merodeando el lugar para con su carne abastecer la despensa de sus ranchos siquiera por unos cuantos días… Luego de darle dos tiros certeros al cuerpo del animal, recogían sus restos ensangrentados, los limpiaban lo mejor posible, y los guardaban en un fardo que se turnaban en llevar a lo largo de todo el trayecto.
Una vez culminada la imprescindible cacería en Quebrada El muerto, procedían a adentrarse en las profundidades de las lomas más cercanas, las cuales estaban conectadas a Quebrada El muerto gracias a una red de senderos que luego llamarían Los callejones del Diablo; estos senderos, tan heterogéneos entre sí debido a sus amplias bifurcaciones, conformaban una especie de macrotelaraña telúrica que, según rumores que saltaban de boca en boca entre los habitantes del pueblo, servían de aposento y principal vía de comunicación para hampones y ladrones de gallinas que habitaban las comarcas vecinas Punta de lanza y Vista hermosa. Por esta razón, nuestros cuatro cazadores, sin ayuda de linterna alguna, sino solamente guiados por la omnipresente luz de la luna, cargaban de nuevo sus escopetas y, a una orden de la imperiosa voz de Andrés, cada uno tomaba un sendero distinto…
— Esteban, usté se va por el de la mata e´ mango; Alberto, usté por donde matamo el vena´o; Seferino, usté se queda aquí por si nos toca corré; métase ahí abajito de esa mata e´ guayaba y no suelte esa escopeta…
— Andrés, pero escúchame una vaina −dijo Esteban, con voz temblorosa, mientras le ponía el último cartucho a su escopeta−, ¿y si esos carajos escucharon los escopetazos cuando matamo el vena´o?
— Te subes pa´ la mata y los esperas ahí. Así no te agarran a ti y te despescuezan primero −respondió tajantemente Andrés, acomodándose el sombrero y echándose la escopeta al hombro-.
Andrés, de unos treinta años, alto y fornido como un roble, solía imponer su criterio; sin embargo, pocas veces sus compañeros osaban cuestionar sus órdenes, ya que había demostrado tener inteligencia para darlas; esa sagacidad, sin que nadie lo decretara explícitamente, le había convertido en el líder del grupo.
— Yo me voy por el de la quebrada. Si veo a algún bicho de esos, lo lanzo con to´ y gallina pa´ el agua, y que se lo coman los muertos.
Era así como durante años estos intrépidos hombres lograban brindarle cierta seguridad a los habitantes del pueblo, garantizando el bienestar de sus huertos y hogares con su patrullaje y caza nocturna. Cuando pasada la medianoche se escuchaban los estruendos de las detonaciones cerca de las cimas de las lomas circundantes, y se veían volar asustados gavilanes y lechuzas producto del estrépito, algún vecino en vigilia, sentado en el borde de su hamaca, con los pies descalzos en el piso de tierra y con los ojos clavados en un cielo negro, sin estrellas, rasgado por el aparatoso vuelo de gavilanes y lechuzas, solía exclamar:
— Ayúdalos a protegernos, Señor…
Volvían a sus ranchos poco antes de despuntar el alba, y sólo a sus esposas solían revelarle información de lo ocurrido la víspera. Rosa, esposa de Andrés, tendía a ser la más incisiva con sus preguntas. Se dirigía a su esposo, mientras le acercaba una taza humeante de café matutino:
— ¿Cuántos se les escaparon anoche?
— Alberto le dio a dos en la cabeza; Esteban a uno en la pierna, pero cuando lo llevábamos pa´ amarrarlo en la mata e´ guayaba, se soltó y se lanzó por el barranco −respondía Andrés, taciturno, con la mirada fija en el humo que desprendía la taza.
−Eso no es bueno −comentaba Rosa con severidad−. Esos tipos de Vista hermosa y los de Punta de lanza no se quedarán quietos.
La afilada perspicacia de Rosa tenía razón. En lugar de menguar el asedio, se acrecentó en los meses subsiguientes, pero con una escalada sin precedentes. Ya no se conformaban con robar únicamente gallinas y burros, sino que comenzaron a saquear los ranchos y a golpear a mujeres y niños; gallinas, burros, perros y gatos robados, aparecían ahorcados, degollados o mutilados en la entrada del pueblo y en los senderos que conectaban con Quebrada El muerto. Los delincuentes parecían estar enviando un mensaje claro; una declaración de guerra. Sin embargo, Esteban, Seferino, Alberto y Andrés, se mantenían fieles al protocolo: reunirse en casa de Esteban después de cenar y planificar el recorrido con el fin de darle caza a esos bastardos.
Los senderos de Los callejones del Diablo seguían siendo los idóneos para consumar las emboscadas a los delincuentes, pero una noche la estrategia dejó de funcionar, y los emboscados fueron ellos. Más de quince hombres armados con carabinas y machetes emergieron de las copas de las ceibas y las matas de mango, azotándolos con una lluvia torrencial de pólvora y hierro, de la cual sólo Seferino escapó con heridas menores; Alberto y Andrés, en cambio, recibieron machetazos en clavícula y espalda respectivamente, que les abrieron prominentes heridas de varios centímetros de longitud, y de las cuales emanaba la sangre a borbotones; Esteban, por su parte, recibió tres disparos a quemarropa: uno en el muslo izquierdo, otro en la pantorrilla derecha mientras escapaba, y el tercero en la mano izquierda, que se la arrancó de cuajo.
Tardaron varios meses en recuperarse, y en todo ese tiempo el asedio de los delincuentes fue cada vez más agresivo; arrasaron con prácticamente todos los huertos y el ganado del pueblo; violaron a las mujeres más jóvenes; asesinaron a tiros a todos los perros y gatos…; pero la gota que derramó el vaso fue cuando una tarde llegó a casa de Andrés, entre alaridos y sollozos atroces, una mujer de unos cincuenta años, con la piel chamuscada; de rodillas en el umbral tocaba la puerta de madera con todas sus fuerzas, gritando con una voz desgarradora, como proveniente de las profundidades de un alma exprimida: «¡Lo quemaron, Andrés; a mi niño, los quemaron!».
Los delincuentes, en el apogeo de su bestialidad, rociaron de gasolina el rancho de Inés, y entre injurias burlescas y tragos de ron, le prendieron fuego sin importar que Julito, de apenas año y medio, se encontraba durmiendo en el cuarto contiguo a la cocina. Inés, que estaba recogiendo unas guayabas en el patio, no pudo rescatarlo de las brasas, a pesar de sus inútiles intentos.
— Ya esta vaina está muy fea −dijo Andrés un anoche reunido con sus tres compañeros en casa de Esteban.
— Vamos a tener que reunir a todos los hombres del pueblo, Andrés, porque o sino esos tipos nos van a masacrá −propuso Seferino, apoyando la culata de su escopeta en el piso de tierra.
— Tienes razón, esos tipos ya lo que están es en guerra −soltó Alberto.
—Son una plaga… −Musitó Esteban al aire, como ausente.
— Sí, mañana hablamos con los hombres del pueblo. Lo principal es armarlos.
Y así fue. A la mañana siguiente, bajo un sol purpúreo, reunieron en el patio del rancho de Seferino a todos los jefes de familia que habitaban el pueblo, persuadiéndolos de defenderse con sólo decirles: «Compadres, estamos en guerra con esa gente». Ninguno de los veinte hombres puso trabas. Todos accedieron sin rechistar a defender este pueblo hasta la muerte.
El siguiente paso era conseguir escopetas, carabinas y pistolas suficientes para armarlos a todos. El encargado de esto fue Seferino, que contactó con un primo suyo cuyos negocios ilegales lo obligaban a tener grandes cantidades de armamento y municiones; bajo el pretexto de que pumas furtivos azotaban al pueblo y por lo tanto todos sus habitantes estaban alarmados y querían defenderse, le solicitó una veintena de carabinas, escopetas, fusiles y revólveres y una decena de cajones con munición. Su primo, saldando una deuda de antaño, accedió sin objeción ni preguntas de más.
El primer ataque lo efectuaron la noche del viernes de esa misma semana. Se dividieron en dos grupos: doce hombres, con Alberto y Seferino a la cabeza, tenían como objetivo Vista hermosa, y los otros doce, encabezados por Andrés y Esteban, a Punta de lanza. La operación fue todo un éxito; entre ambos grupos asesinaron a más de veinticinco hombres y lograron capturar a siete, que llevaron a rastras a través de Los callejones del Diablo hasta Quebrada El muerto, y una vez allí, los fusilaron, dejando los cadáveres a merced del riachuelo y los zamuros.
Las respuestas no tardaron en llegar, convirtiendo el conflicto en una auténtica guerra. Los fusilamientos a plena luz del día, las decapitaciones y los cadáveres guindados en las puertas de los ranchos, pasaron a formar parte de la vida cotidiana de los integrantes de cada bando. Y así fueron pasando los años, generación tras generación. Sin treguas. Sin tratados de paz. Sin palabra de honor. Sólo pólvora, hierro y sangre.
Transcurrieron diez años, y el conflicto aún no había llegado a oídos del gobierno hasta que, quizá por capricho del azar, el hijo del alcalde de una provincia vecina fue asesinado a tiros accidentalmente por uno de los hombres de Andrés luego de haberlo confundido con un carabinero de Punta de lanza. La tragedia conmocionó al gobierno, que interpretó la muerte del muchacho como el primero de una serie de atentados perpetrados por un «altamente peligroso grupo fascista que habitaba las remotas sierras del Estado Miranda, y cuyo fin último era un magnicidio y la desestabilización política en el país». A partir de entonces, el gobierno adoptó un bando.
Una semana después de la muerte del muchacho, en Punta de lanza y Vista hermosa se instalaron dos comandos militares, con un objetivo claro: reclutar soldados y exterminar al «grupo fascista». Los hombres de Andrés ya no se enfrentaban contra los mismos delincuentes que habían enfrentado durante estos diez años; ahora se enfrentaban contra uniformados que atacaban con AK-47, granadas y tanquetas.
Sin embargo, Andrés y sus hombres no se dejaban amedrentar por la superioridad técnica y numérica de los militares. Rendirse jamás sería la solución.
— Ahora sí nos jodimos, Andrés. Ya se metió el gobierno −pronunció Alberto una noche como tantas en que se reunían los cuatro cazadores.
— No nos jodimos. Hace diez años dijimos que protegeríamos este pueblo hasta la muerte, y así será. Y si no somos nosotros, serán nuestros hijos, y si no son nuestros hijos, serán nuestros nietos; pero la sangre derramada en este pueblo, y por este pueblo, debe ser defendida.
— Tienes razón. Pero si va a ser así, al menos vamos a ponerle un nombre −dijo Esteban desde un rincón, sobando diligentemente su brazo izquierdo sin mano.
Andrés pensó durante unos minutos. Al fin dijo:
— Sí, un nombre… Uriara.
Días después corría en el pueblo el rumor de que los militares estaban planeando una emboscada para sitiar el pueblo y capturar a los integrantes del grupo. La fecha era inexacta, sin embargo algunos habitantes decían que estaba planeada para la madrugada del domingo. Era viernes. Por lo tanto Andrés y su grupo disponían de poco tiempo para planificar la defensa, hacer el conteo de municiones y fomentar la evacuación de mujeres y niños; no obstante, entre la tarde de ese viernes y la mañana del sábado, lograron planificar todo, dejando de último la evacuación de las más de ciento veinte mujeres y niños, los cuales serían recibidos por el pueblo de Araire, donde vivía el primo de Seferino.
A las seis de la tarde del sábado, entre sollozos, besos y abrazos efusivos, cada hombre despidió a su familia, guardando en lo más profundo de su corazón, pese a la inminencia de la derrota y las bajas probabilidades de sobrevivir, la esperanza de volver a ver a su mujer e hijos…
Andrés, después de darle un cálido beso a Rosa, que ya estaba en los últimos dos meses de gestación, le dijo con ojos lacrimosos:
— Negra, dile a nuestro muchacho que sus raíces están en Uriara.
— Andrés, tú mismo se lo dirás −dijo ella con firmeza, haciendo un esfuerzo titánico por no reventar en llanto.
Andrés no emitió palabra alguna. Sólo la miró con un amor y una compasión tan inconmensurables como el universo mismo, y alcanzó a dibujar una ligera sonrisa de complacencia antes de dar la orden de comenzar la evacuación.
Una vez completada la evacuación, Andrés y sus hombres procedieron a esperar pacientemente el ataque de los militares que llegó, efectivamente, la madrugada del domingo, pasadas las cuatro de la mañana.
Dos tanquetas, y más de trescientos soldados, arremetieron con toda la fuerza de que eran capaces contra los casi ciento cincuenta hombres de Andrés. Fue una completa masacre. Se defendieron lo mejor posible, con dignidad, pero fueron ampliamente superados por la artillería pesada de los militares. En el fuego cruzado murieron Esteban y Alberto; Esteban fue alcanzado por una granada cuando intentaba atrincherarse en la zaga de uno de los ranchos, y Alberto, fulminado por dos ráfagas de AK-47, cayó inerte y ensangrentado en la entrada del pueblo, a la vista de todos. El ataque duró menos de una hora, y a las balas y explosiones del fuego cruzado sólo sobrevivieron siete hombres: Andrés, Seferino, y cinco muchachos de unos veinte años que habían luchado con Andrés en la guerra contra Punta de lanza y Vista hermosa desde los quince. Los siete hombres, todos con herida de bala, fueron capturados por los soldados.
— Coronel, y con estos qué hacemos.
— Fusílenlos en la quebrada.
Mientras era llevado a rastras hasta la quebrada, Andrés no podía dejar de pensar en que su vida terminaría en el mismo lugar en que durante tantos años intentó proteger a su gente. Donde conoció el amor, la amistad y el odio; donde se hizo hombre. Pensaba en el nacimiento de su hijo, aún sin nombre; en Julito, en Inés; en los años de su juventud cuando venía a cazar con Esteban, Seferino y Alberto al mismo lugar que ahora sería su lecho de muerte; pensaba en el olor a canela de Rosa, en su suave piel aterciopelada y en sus ojos negros, intensos; pensaba en qué hubiese sido de Uriara sin guerra, sin conflictos…; justo acababa de aceptar su destino y decirse: «Bueno, ya es hora de pasar al tiempo de los muertos», cuando sintió una patada descomunal en el estómago que le hizo retorcerse como una iguana.
— ¡Arrodíllate, hijo de puta! −gritó el soldado que acababa de patearlo, apuntándolo con su fusil.
Rosa y el resto de mujeres y niños atravesaban la sierra a pocos kilómetros de distancia, cuando escucharon el estruendo de las detonaciones; gavilanes, zamuros y lechuzas, asustados por el estrépito, alzaron vuelo rasgando el firmamento con un ahogado grito de libertad… Uriara acababa de quedar atrás.
El autor
Javier Hidalgo
Escritor